domingo, noviembre 02, 2014


En el centenario de Dublineses de James Joyce

Junio siempre ha sido un buen mes para celebrar a James Joyce (1882-1941). Fue en junio cuando éste conoció a Nora Barnacle, la recamarera de un hotel de Dublín con la que se fugaría de Irlanda; y el Bloomsday, el día de Leopold Bloom en la novela Ulises (1922), recuerda justamente la fecha en que tuvieron su primera cita formal: el 16 de junio de 1904. Diez años más tarde de ese encuentro, el 15 de junio de 1914, publica Joyce su libro de relatos Dublineses.
Como sucede con los clavadistas en las competencias de alto nivel, título a título James Joyce irá aumentando el grado de complejidad de su narrativa. Ésta arranca precisamente con Dublineses, colección de estampas sobre la vida en la ciudad construida a partir de la idea literaria de la epifanía: inesperados momentos de revelación que ocurren en lo cotidiano. Sigue con una autobiografía indirecta, Retrato del artista adolescente (1916); y el protagonista, un alter ego de Joyce llamado Stephen Dedalus, se integrará, junto con los personajes del primer libro, al elenco de Ulises, que es, como su título lo insinúa, una versión moderna de la Odisea homérica, aunque concentrada en sólo unas horas y una sola ciudad, y con una Penélope generosa de formas (como lo será también la novela) que accede sin dudarlo a los deseos más alocados de sus pretendientes.
El cuarto ejercicio narrativo de Joyce es Finnegans Wake (1939), en donde el clavadista/escritor no sólo ejecuta piruetas imposibles en el aire sino que las realiza a oscuras, en la noche de los tiempos, y logra lo inaudito: saltar desde el fondo de la piscina para caer de pie en la plataforma o el trampolín.
En el principio fue Dublineses, como proyecto que nace en ese año fundacional que es 1904, cuando George Russell propone al joven Joyce, como un trabajo alimenticio, enviar relatos a The Irish Homestead, publicación de la Sociedad para la Organización Agrícola Irlandesa. “¿Podría escribir usted algo simple, rural, vivo, patético? Que pueda publicarse sin escandalizar a los lectores. Si nos pudiera dar un cuento de unas 1,800 palabras, publicable, el director le pagaría una libra. Se trata de una ganancia fácil si usted es capaz de escribir de un tirón y si, de vez en cuando, no le molesta entregarse a la comprensión y al gusto corrientes. Si quiere puede firmar con seudónimo”.
En 1904 se publicaron en The Irish Homestead tres cuentos de la serie, entre ellos “Eveline”, acreditados a Stephen Daedalus… La respuesta desfavorable de los lectores (que sí se escandalizaron) interrumpe esa publicación y a partir de entonces Joyce, para seguir con las metáforas acuáticas, deberá nadar a contracorriente. Es el inicio de una década oscura, una larga pesadilla, en que estuvo a punto de ahogarse o naufragar, como se prefiera, en el río revuelto o el mar profundo de lo inédito. En 1905 entrega Dublineses al editor londinense Grant Richards, conformado entonces por doce relatos, lo que da inicio a un extraño conflicto a partir del rechazo del impresor por avalar algunos de los cuentos. Había una ley, entonces, que hacía recaer en los impresores la responsabilidad de lo que se publicara, por lo que la censura, o la autocensura, era férrea. Y los textos de Dublineses contenían algunos momentos que parecían problemáticos.
Joyce se defiende por correspondencia. En carta del 5 de mayo de 1906 explica a Grant Richards: “Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. He intentado presentarla al público indiferente bajo cuatro de sus aspectos: infancia, adolescencia, madurez y vida pública. Los relatos están dispuestos en ese orden. En su mayor parte los he escrito con un estilo de escrupulosa maldad y con el convencimiento de que el hombre que se atreve a alterar, y más aún a deformar, en la presentación lo que ha visto y oído es muy audaz”.
Y sigue: “No puedo hacer más. No puedo alterar lo que he escrito. Todas esas objeciones cuyo portavoz es ahora el impresor se me ocurrieron, cuando estaba escribiendo el libro, tanto en relación con los temas de los relatos como con su tratamiento. Si les hubiera prestado oído, no hubiera escrito el libro. He llegado a la conclusión de que no puedo escribir sin ofender a algunas personas” (Cartas escogidas, pgs. 175-176).
Los retrasos ocasionados por la censura fueron a la larga benéficos, me parece, pues en el camino se agregarán “Dos galanes”, “Una pequeña nube” y, sobre todo, “Los muertos”. No obstante la desesperación de Joyce por sacar adelante Dublineses, los contratiempos darán una más lograda estructura al libro, que de haberse publicado como estaba en 1905 no tendría la grandeza que llegó a alcanzar. La introspección de Gretta Conroy, en el relato final, es un anticipo del monólogo de Molly Bloom, como si Dublineses se hubiera convertido, mientras tanto y acaso sin sospecharlo el autor, en una primera maqueta de lo que sería, años después, Ulises.
Cuando Ezra Pound contacta a Joyce, hacia 1913, aún lo encuentra, cual Enoch Soames, penando por dar vida pública a su trabajo. Cede Pound su espacio en la revista literaria The Egoist (del 15 de enero de 1914) para presentar, bajo el título “Una historia extraña”, una carta en la que el irlandés cuenta lo ocurrido a Dublineses primero con Grant Richards y luego con los señores Maunsel, editores de su ciudad natal, que también sugirieron cambios y supresiones. Al fin el libro fue impreso por ellos, pero no distribuido; los planchas de tipografía fueron destruidas y los ejemplares llevados a la hoguera. Cierra Joyce: “Al día siguiente abandoné Irlanda, llevando conmigo una copia impresa que había obtenido del editor”.
Esta historia verdaderamente extraña concluye el 15 de junio de 1914, cuando por fin aparece Dublineses, editado no por los señores Maunsel sino por Grant Richards, quien se mostraba arrepentido por el trato dado a Joyce, cuya fortuna literaria cambia a partir de entonces: por Pound, en The Egoist empieza a aparecer de forma seriada Retrato del artista adolescente; por Pound recibe Joyce algunos apoyos económicos para dedicarse por entero a la escritura… Comenta Richard Ellmann: “En Ezra Pound, tan ávido de descubrir como Joyce por ser descubierto, la literatura de Joyce encontró su misionero”. Y es de Pound, por cierto, las primera reseña de Dublineses (The Egoist, 15 de julio de 1914), que así arranca: “Tan poco de la prosa literaria inglesa escapa al desaliño que bastaría decir ‘el libro de cuentos cortos del señor Joyce es prosa libre de desaliño’ para que el lector inteligente salga corriendo enseguida de su estudio a gastar los tres chelines y seis peniques que vale el ejemplar”.
Habría que decirlo: aún hoy, cien años más tarde, los lectores inteligentes acuden a James Joyce y sus Dublineses para aprender sobre la vida. Otro de ellos, Umberto Eco, apuntó en 1963 lo siguiente: “En Dublineses no tenemos la anotación taquigráfica de una experiencia vivida [como en las epifanías anteriores], sino un sensato montaje de acontecimientos, de efectos narrativos sabiamente calculados para hacer explotar cada narración en la revelación central en la cual, el nudo de las relaciones humanas, la parálisis irlandesa, la fatuidad del pequeño proxeneta, la soledad del padre borracho, la muerte con la que uno se encuentra por vez primera en el cadáver de un viejo cura, la muerte intuida como tonalidad general de la existencia en la narración final, mientras cae la nieve, todo esto se hace evidente en una palabra, en un gesto, en la expresión de un rostro, en el brillo de una moneda que se hace saltar en la palma de la mano”.
Me detengo, finalmente, en ese gran milagro que es la adaptación cinematográfica de John Huston al relato “Los muertos”. Fue su última película, la filmó en condiciones físicas harto complejas, en silla de ruedas y con tanque de oxígeno, mas aplicó en ella todas sus habilidades como cineasta. Una de las virtudes de John Huston era su pericia para trasladar textos clásicos a la pantalla, como lo hizo en El halcón maltés (1941), Moby Dick (1956), La noche de la iguana (1964) o aun en Bajo el volcán (1984). En Los muertos (The Dead, 1987) no hay diferencias marcadas entre la lectura del cuento y la vista de la cinta, diríase que ambas obras producen efectos similares, son sobre todo piezas que conducen, a partir de la detallada narración de una cena familiar, al estallido final de una epifanía.
A propósito de esta película, escribió Salvador Elizondo: “En Los muertos no pasa absolutamente nada más que la conversación y ésta trata de cosas que no tienen mayor importancia que la que tienen por ser dichas en un contexto de urbanidad social o de intimidad conyugal; principalmente se habla de música, de voces, de cantantes; una mujer se pone sentimental; el marido es tonto y no la entiende. Ni modo, así es la vida. En realidad todos la pasaron bien, platicando de cosas… Pero qué difícil es sostener tanta emoción nada más en lo que platican las gentes en una fiesta común y corriente. El lenguaje natural es allí la substancia del drama no por lo que dice, sino por la emoción de orden puramente artístico con la que esa conversación ha sido registrada”.
Sorprende una obra cinematográfica desnuda de efectos especiales, con una cámara que se mueve de manera armónica por ese piso dublinés recreado, por las condiciones de salud del director, en una bodega californiana. Y resalta la cuidadosa dirección de los actores, con quienes Huston arma un mosaico o caleidoscopio de la vida en Dublín a principios del siglo XX: están las anfitrionas, pertenecientes a distintas generaciones y que se mueven en el ambiente musical de la ciudad; están los borrachines impertinentes y discutidores o la activista social, el tenor enamorado Bartell D’Arcy (personaje que se menciona, por cierto, en el Ulises, y de quien se dice tuvo un amorío con Molly Bloom) o la pareja protagónica, Gabriel y Gretta Conroy, interpretados por Donal McCann y Anjelica Huston.
En esta última, sobre todo, que apenas e interviene en la historia, recae el peso del filme, por gestos y miradas delicados que captura a cada tanto la cámara. El reto, tanto para el director como para la actriz, consistía en registrar esa presencia ausente, cuando es el estado emocional de Gretta, y no su participación continua en las acciones, la que da forma al cuento. De algún modo, como ya lo dije, la estructura del relato anticipa el Ulises: en esa nostalgia repentina de la mujer por un amante muerto suena ya un poco la melodía del monólogo de Molly Bloom.
De principio a fin, la fidelidad a la obra literaria distingue a John Huston, cuya primera cinta, El halcón maltés, es una adaptación de la novela de Dashiell Hammett. Otros cineastas de esa generación, como Alfred Hitchcock, asumían el texto sólo como pretexto para armar una obra propia, de ahí que hicieran todas las modificaciones necesarias para hacer suya la historia, y de ahí también que por lo regular se partiera de malos libros (o best sellers) para crear buenas películas. Huston procedía de un modo distinto, para él la cinta debía conservar la esencia de la pieza literaria, lo hizo en su primera aventura cinematográfica con Hammett, de cuya novela hubo dos intentos anteriores (fallidos) por llevarla a la pantalla, o del mismo modo en sus arriesgadas aproximaciones al Moby Dick de Herman Melville, al libreto teatral de Tennessee Williams La noche de la iguana o incluso al trasladar Bajo el volcán de Malcolm Lowry.
En Joyce: el oficio de escribir (1994), el especialista italiano Giorgio Melchiori considera a “Los muertos” como “la obra maestra de la narración breve no sólo en inglés y no sólo de su siglo”. Por su parte, Salvador Elizondo asegura que la cinta Los muertos es la obra maestra absoluta de John Huston. En ella, apunta el escritor mexicano, consigue el director estadunidense “elevar la conversación normal, común, intrascendente, banal, local, a la misma altura a la que la había puesto su dialoguista y guionista, James Joyce”.
Joyce tenía otros relatos en el tintero: “La última cena”, “La calle”, “Venganza”, “A raya”… El que se titularía “Ulises” (basado en Alfred H. Hunter, conocido cornudo de la ciudad) se transformó en una complicada novela que fue publicada ocho años después en París, y que en la edición Gabler, de 1986, en un formato amplio y con tipografía de nueve o diez puntos, colma las 650 páginas. Ulises fue más que un cuento, aunque nació como tal en la escritura de Dublineses. Y fue mucho más, también, que una novela convencional.

Octubre 2014

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