sábado, junio 16, 2012




Prólogo a la antología Historias del ring (Cal y Arena, 2012),
de Alejandro Toledo y Mary Carmen Sánchez Ambriz

Los duelos entre la experiencia artística y el boxeo están aquí y allá, van del pasado al presente y viceversa. Son peleas a diez o doce rounds con combatientes de peso y estilo tan diversos como Salvador Novo y Miles Davis, Jack Johnson y Arthur Cravan, John Jackson y Lord Byron, peleas en las que este deporte adquiere proporciones estéticas al ser visto como la férrea coreografía, construida a golpes de sudor y sangre, de dos que buscan eliminarse o eternizarse (o que al intentar eliminarse se eternizan).
Del ejercicio del arte enfrentado al pugilismo dibuja la memoria episodios notables. Repasemos, aunque sea brevemente (y sólo para entrar en calor), algunos de ellos.
Hacia 1925, unas pocas visitas a la arena (a razón de dos pesos la entrada en ring general) convierten al joven Salvador Novo en devoto de este deporte. Atreve entonces “Algunas sugestiones al boxeo” con las pretende que este oficio pueda pasar a la tan ambicionada categoría de arte. Inmune en un principio a sus encantos, cuyas reglas modernas se deben a John G. Chambers y al marqués de Queensberry, el cronista se convence muy pronto de que presencia el más completo de los espectáculos descubiertos porque “hace un actor de cada espectador”, lo que explica de este modo: “Todos nuestros músculos siguen el dinamismo de los contrincantes, nos sentimos capaces de aconsejarlos, de competir con ellos y, ebrios de fuerza, de retar al vencedor. No pueden leerse sentados estos pentateucos de rounds. Arrancan de la luneta como los libros esenciales, y he ahí lo auténtico de su calidad. Pienso que, de seguir asistiendo, seré pronto un atleta, tanta es la gimnasia sueca que se hace con los brazos, que ‘al imán de sus golpes atractivo / sirven los pobres de obediente acero’”. (En estos versos finales parodia el cronista a Sor Juana: “Si al imán de tus gracias, atractivo / sirve mi pecho de obediente acero”.)
No obstante, cree Novo que el boxeo precisa de algunas ligeras adiciones para merecer la categoría artística, entre ellas el acompañamiento musical. Anhela un Wagner que componga La hora del ring; y sugiere que haya en la arena una orquesta oculta que toque un tempo di valse a cada clinch.
Tan arriesgada propuesta tendrá sus ecos décadas más tarde. No serán el vals ni la música de concierto los que den la armonía adecuada a un encuentro boxístico, sino el jazz; y el Wagner de este deporte es el trompetista Miles Davis, cuyo A tribute to Jack Johnson (1970) imita los ritmos o respiraciones adecuados a la danza del cuadrilátero.
Como informa Ian Carr en su extensa biografía de Miles Davis, éste recibió el encargo de hacer la música de fondo para un extenso documental sobre el gran peso pesado, el primer negro en conquistar ese título en los Estados Unidos de Norteamérica. Davis se identificaba con el personaje por ser él mismo asiduo a los gimnasios, a los amores furtivos con las damas y también alguien que navegaba a contracorriente en ríos aún hostiles a la raza negra. Al final del disco se escuchan estas palabras del peleador (en voz del actor Brock Peters): “Soy Jack Johnson, campeón del mundo en peso completo. Soy negro, nunca me dejaron olvidarlo. Soy negro, nunca dejaré que lo olviden”, divisa que igual podría aplicar Miles Davis (aunque cambiando el oficio).
Extraordinario personaje este Jack Johnson, que visitó la ciudad de México (como recuerda Novo en su ensayo), y también otras urbes, en su huida de la justicia estadounidense que lo condenó a cárcel y multa por el doble crimen de sostener relaciones con una mujer blanca de diecinueve años de edad. Con esta dama se instala en Europa (casorio incluido), lo que propicia el encuentro de Johnson en Barcelona con el extravagante poeta y boxeador Arthur Cravan, quien llegó a ostentar el campeonato semipesado de Francia.
El combate se realizó el 23 de abril de 1916 en la plaza de toros Monumental con no muy buena entrada. Refiere Jérôme Gauchet que ese domingo de Pascua el poeta Cravan no dio la talla en el cuadrilátero: “Se niega a combatir, huye de la gran masa negra, lo que irrita a Johnson, que lo deja k.o. en el sexto asalto bajo los abucheos de los cinco mil espectadores”.
Se afirma que la mejor arma de Arthur Cravan era el uppercut irónico, del que se sirve profusamente en la revista unipersonal Maintenant (con seis números publicados entre 1912 y 1915) y que aplica a André Gide en una visita inesperada, cuando al presentarse en el hogar del autor de Los monederos falsos le espeta de buenas a primeras este golpe verbal: “Creo mi deber declararle que prefiero, con mucho, por ejemplo, el boxeo a la literatura”, un porrazo del que Gide esa tarde no se repondrá.
Para Cravan era el boxeo una forma de poner música a su cuerpo. Algo similar habrá sentido, más de un siglo atrás, George Gordon Byron cuando entrenaba no con Jack Johnson sino con un casi homónimo de éste, John Jackson (“de cabellos ralos traídos hacia delante, de gran nariz rota, de ojos muy separados y cejas pronunciadas y caídas”, describe Eduardo Arroyo), que obtuvo el cinturón de los pesos completos en 1795 tras derrotar a Daniel Mendoza (considerado éste el padre del boxeo científico). Lord Byron escuchaba en el gimnasio por parte de su instructor esta letanía: “Golpea a derecha, golpea a la izquierda, quien no está contigo está contra ti”.
El esfuerzo físico era para Byron un umbral hacia la epifanía. “Ayer por la mañana he boxeado de nuevo con Jackson y mañana voy a repetir la sesión de ayer”, escribió. “Mis hombros y mis brazos están cansados, pero después del ejercicio estoy mejor dispuesto para el trabajo intelectual. Cuando el esfuerzo es frecuente, más fresco está mi espíritu el resto del día. No soy mal boxeador, cuando puedo controlar mi sangre fría, y la práctica del pugilato me permite resaltar la parte etérea de mi persona. He boxeado una hora y he escrito una oda a Napoleón y la he copiado.”
Según el pintor español Eduardo Arroyo, posee Byron un carácter forjado en los golpes, dados y recibidos, un carácter de boxeador; por su cojera se llamaba a sí mismo el “Tullido transformado”, y habría que ubicarlo en la estirpe de los boxeadores cojos (que tuvo entre nosotros, dicho sea de paso, al Macetón Cabrera como estandarte).
El epitafio de John Jackson reza que tenía “el corazón de un león y la fuerza de un gigante”. De su casi homónimo y fulgor futuro, Jack Johnson, dijo Arthur Cravan: “En la estela de Poe, Whitman y Emerson, es la mayor gloria de América. Si hubiera de darse aquí una revolución, lucharía para que se le entronizara rey de los Estados Unidos”. Le da ese sitio, de algún modo, Miles Davis, en un tributo musical en donde boxeo y armonía se funden, como quería Novo, cual si un Wagner hubiera compuesto, en efecto, La hora del ring.
De las letras al cuadrilátero, del cuadrilátero a la partitura, y de ésta nuevamente a brincar las cuerdas: el vaivén es frenético, se va con facilidad del boxeo a sus múltiples ecos en el arte. Si se toma a un solo pugilista, como el mismo Jack Johnson, se le encontrará en un lienzo del holandés Kees Van Dongen o en la extraordinaria cobertura periodística que realizó Jack London en 1910 para el New York Herald del “combate del siglo”, aquel duelo en el que la raza blanca, representada por James J. Jeffries, buscaría recuperar el cinturón de los pesos pesados. Una de las crónicas de London previas a la batalla se inicia de este modo: “Aquí esta el problema: a la una y media de la tarde del 4 de julio dos hombres, uno blanco y otro negro, se van a enfrentar en un cuadrilátero elevado en el centro de un enorme estadio”.
Algo tan simple y a la vez tan grandioso… Aunque la “pelea del siglo”, como otras que han ostentado ese nombre, no fue lo espectacular que se esperaba, y se desarrolló como “un monólogo que un negro sonriente, que no ha dudado ni un segundo, y que no ha tenido que ponerse serio más de una vez, ha ofrecido a veinte mil espectadores”.
En otra de sus crónicas London califica al boxeo como un deporte justo, pues asegura que éste da rienda suelta a nuestra naturaleza ética: “Nadie que haya oído cómo el indignado público abuchea a un boxeador culpable de juego sucio puede ponerlo en duda. El deporte del boxeo tiene restricciones éticas. Es sinónimo de juego limpio. Es diferente de luchar en la selva. Está un paso más allá. No hay juego limpio cuando se lucha en la selva. Hasta ahí ha avanzado el hombre. Hasta ese punto se ha alejado del colmillo y las fauces. Hasta ese punto ha ascendido en la escalera de la vida”.
Coincide en parte con ello Arthur Conan Doyle, para quien “la visión de la resistencia y del valor humanos llevados al límite es por sí misma provechosa”, aunque acompañado esto muchas veces por las malas artes de quienes rodean a los peleadores, “la canalla miserable de parásitos y maleantes que hay alrededor y que están por debajo del honrado púgil como el tramposo y el timador lo están del noble caballo de carreras que les sirve de pretexto para sus canalladas”.
Se lee así en Rodney Stone (1896), novela que recrea los ambientes boxísticos de la Gran Bretaña a comienzos del siglo XIX, cuando ese deporte era semiclandestino y los combates terminaban sólo por la vía del nocaut. Para Conan Doyle, el auge del boxeo en esa época tiene relación directa con la guerra que enfrentaban ingleses contra franceses. Según el autor, o su narrador (el Rodney Stone que da nombre a la novela), es “preferible que dos hombres luchen por propia voluntad hasta que ya no puedan más, a correr el riesgo de que baje lo más mínimo el nivel de valentía y entereza de una nación que depende tan enteramente para su defensa de las cualidades individuales de sus ciudadanos”.
Patriotismo, heroísmo y nubes oscuras… En ese ejercicio novelístico de Conan Doyle figuran un par de peleas que son descritas magistralmente, en lo que acaso podría considerarse como el inicio de una tradición: la del combate narrativo, del que se encontrarán en este antología algunos buenos ejemplos.
Si enrolláramos repentinamente el hilo de estas notas podríamos imaginar a Arthur Conan Doyle, Jack London y Salvador Novo en asientos preferentes de ringside, y uno de ellos listo para practicar la gimnasia sueca; Lord Byron y John Jackson serían, respectivamente, los auxiliares de Jack Johnson y el poeta Arthur Cravan, que estarían uno frente al otro en el centro del cuadrilátero enfrascados en un duelo de miradas… Marcaría entonces Miles Davis, con un solo de trompeta, el inicio de las acciones.
Y en los vestidores, a la espera de librar sus propias batallas, aguardarían peleadores de peso (físico) tan diverso como Julio Cortázar, Ernest Hemingway, Joyce Carlos Oates, Norman Mailer o Ricardo Garibay, entre otros.
El límite necesario marcado por los promotores de 400 páginas (como los 400 golpes de la cinta de Truffaut) ocasionó difíciles encrucijadas, ya que una primera selección prefiguraba un volumen casi imposible del doble de ancho que éste. Tuvimos que limitarnos a lo esencial para obtener una muestra importante de la narrativa, el ensayo, la poesía y el periodismo dedicados al pugilismo. Actuaron como seconds de los antologadores Eduardo Antonio Parra, Humberto Rivas, Hugo Alfredo Hinojosa, Mijail Lamas y Héctor Iván González, que sugirieron nombres y textos. Fungió como manager Rafael Pérez Gay, quien desde que se le planteó el proyecto de una antología dedicada al boxeo mostró su entusiasmo.
El resto es sólo literatura. En la infancia de este deporte se arrojaba el sombrero por encima de las cuerdas hacia el cuadrilátero para lanzar un desafío. Arrojémoslo ahora, que el lector acepte el reto arrojando a la vez el suyo… y que empiece la función.

Junio 2012

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¡Los Beatles de la narrativa latinoamericana!


En una nota periodística, ofrece Gabriel García Márquez la siguiente postal del Carlos Fuentes de los años sesenta: lo recuerda en su estudio “escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen”.
En sus conversaciones con James R. Fortson (ocurridas en París en junio de 1973), reconoce Fuentes acompañar sus jornadas creativas con un disco en la tornamesa, que le proporciona, dice, un ritmo que se trasmite a la prosa, fundiéndose con ella.
¿Qué libros suyos contienen, como melodía silenciosa, la música liverpooliana? Habría que revisar, bajo esta idea, Zona sagrada (1967), Cambio de piel (1967) y Cumpleaños (1969). Hay un guiño beatle temprano en “A la víbora de la mar”, el cuento que cierra Cantar de ciegos (1964): cuando ante la solterona Isabel, que emprende un viaje en crucero de Acapulco a Miami, se presenta un joven rubio (“ese perfil delgado, esos labios finos, esos ojos grises y sonrientes que despojaban de ceremonias la inclinación un poco rígida del cuerpo”), es posible imaginar al escritor en su estudio, fuma que fuma, con el índice derecho listo para teclear en su Remington portátil y con el tocadiscos activo, preguntándose cómo llamaría al personaje. Tendría que ser un nombre algo absurdo, puesto que se trata de un estafador. Se le ocurre entonces:
—My name’s Harrison Beatle.

Los cuatro fabulosos

En los años sesenta Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez conformaron un grupo compacto, el de los narradores del boom, que realizó en la literatura hispanoamericana hallazgos equivalentes a los que entonces se llevaban a cabo en la música popular bajo el liderazgo de los Beatles. Los caminos del cuarteto de Liverpool y de esos otros “cuatro fabulosos” (de la letra impresa) pueden considerarse paralelos, incluso en el inevitable rompimiento (la fractura de una amistad) y la obra en solitario.
El juego de las comparaciones fija, a la vez, un marco teórico preciso: Carlos Fuentes sería Paul McCartney, un artista completo, con una carrera esplendorosa en esa época y desigual en las décadas que siguieron, perseverante hasta el último suspiro en el acierto y el error; el John Lennon de los escritores es, sin duda, Julio Cortázar, como figura de gran presencia en la lucha social y aficionado a las vanguardias, lector de Lewis Carroll y James Joyce… Y los roles de George Harrison y Ringo Starr habría que distribuirlos entre Vargas Llosa y García Márquez, aunque acaso para ambos sería injusto verse retratados en el baterista, de limitaciones claras como músico, sostén, sin embargo, de la ligereza y la buena onda. Por su temperamento aéreo, ¿García Márquez sería un buen Ringo Starr?
El colombiano ha confesado su afición a los Beatles; dice no olvidar aquel día memorable del año 1963 en que oyó por vez primera, de modo consciente, una canción del grupo inglés. A propósito de ese encuentro apunta: “Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con mas de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inicio la liberación del sexo y otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos”.
Reconoce García Márquez como soundtrack de la escritura de Cien años de soledad a los preludios de Debussy y A Hard Day’s Night, banda sonora de la cinta beatle estrenada en México como La noche de un día difícil. La novela de Gabo se publicó en 1967, el año del Sargento Pimienta.

De Elvis Presley a Charlie Parker

Para ser George Harrison, a Vargas Llosa le falta el talante místico, ¿debemos considerarlo, entonces, un segundo Paul McCartney? Su producción es continua, con un par de piezas maestras de carácter polifónico (La casa verde y Conversación en La Catedral), junto a algunos títulos de giro menos exploratorio. En Los cachorros, nouvelle del año 67, la historia se cuenta a ritmo de mambo y rock and roll, ubicándose, rítmicamente, entre Elvis Presley y Dámaso Pérez Prado.
Si hay un tapiz musical en Julio Cortázar, éste es el jazz. En El perseguidor rinde tributo al saxofonista Charlie Parker. Se ha dicho que Cortázar armaba sus cuentos según la técnica de improvisación jazzística. El argentino dio alguna vez la siguiente explicación: “Y entonces, una melodía trivial, cantada tal y como fue compuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapada de inmediato por el músico de jazz con una modificación del ritmo, con la introducción de ese swing que crea una tensión. El músico lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo especial. Y mutatis mutandi, eso es lo que yo he tratado de hacer en mis cuentos”.
¿Hay un quinto Beatle narrador? Ese papel se le otorga a veces a Pete Best, el primer baterista; pero también a Stuart Sutcliffe, amigo de John Lennon, que tocaba el bajo en la primera etapa de la agrupación, cuando viajaron a Hamburgo; o al productor George Martin, que construía con ellos las canciones y aceptaba los desafíos técnicos que le proponían; o a Eric Clapton, que participa en “While my Guitar Gently Weeps”; o a Billy Preston, en los teclados de Let it Be; e incluso a Yoko Ono, siempre por el estudio… En cuanto a la literatura éste podría ser el chileno José Donoso, autor de El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche (entre otras novelas) y una Historia personal del boom.
¿Y por qué no decir que estos cuatro narradores fueron como los Rolling Stones, pregunta alguien? El símil entonces no se sostendría, y podría en cambio aplicarse ese referente, sin alterar mucho la realidad, a la llamada generación del Medio Siglo, afectos a la fiesta dislocada, el reventón y la orgía, según consta en las novelas de Juan García Ponce (memoria de esos días), que podría ser un buen Keith Richards. Algo diabólicos, además, por lo que tendríamos en Salvador Elizondo al mejor Mick Jagger.
¿Qué hacer, por último, con Gustavo Sáinz y José Agustín? Uno sería César Costa y el otro un perfecto Enrique Guzmán.

Ella entró por la ventana del baño

Las mujeres son parte del paisaje: Silvia Lemus es Linda McCartney; Mercedes Barcha (de García Márquez) es Barbara Bach (hasta por el sonido de sus nombres), la mujer de Ringo; la primera esposa de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, es Cynthia, y la segunda, Carol Dunlop, es Yoko Ono; y Vargas Llosa, en el papel de Harrison, tuvo a su Patty Boyd, de nombre Julia Urquidi, la tía Julia, y a su Olivia Trinidad Arias, que es Patricia Llosa.
Patty Boyd, por cierto, pasó de los brazos de Harrison a los de Eric Clapton, situación que pudo haber terminado con esa amistad… pero fue más fuerte la pasión por la música de estos dos extraordinarios guitarristas. Distinto a lo ocurrido con García Márquez y Vargas Llosa, luego de aquel famoso desencuentro del 12 de febrero de 1976 en que el colombiano perdió por nocaut al recibir en el Palacio de Bellas Artes un golpe recto de derecha que lo dejó en la lona.
—Por lo que le hiciste a mi esposa Patricia —fue la parca explicación de Vargas Llosa, según algunos testigos del hecho.
A los dos días, García Márquez acudió al estudio del fotógrafo Rodrigo Moya y le pidió tomas de su rostro, con el ojo izquierdo aún morado.

En el hit parade internacional

Ambos cuatro, diría el tartamudo, han bordeado las alturas. Ya se habló de los “éxitos” de Vargas Llosa y García Márquez; refiéranse ahora, para completar el cuadro, los títulos La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura y Rayuela, en el hit parade internacional, tan sorprendentes como Revolver, Rubber Soul o Abbey Road.
En cuanto a la atmósfera de la época circula en Internet un documento fílmico de Julio Pliego con tomas del cumpleaños 37 de Fuentes, en noviembre de 1965, para el que se eligieron como fondo musical, en una edición posterior, un par de canciones de los Beatles: “In my life” e “If I needed someone”; se ve a Fuentes bailando twist, rodeado de figuras del espectáculo (Enrique Álvarez Félix, Julisa, Lucha Villa, Jacqueline Andere y Rita Macedo, entre otros) y del ámbito cultural (José Luis Cuevas, Héctor Azar, La China Mendoza, Sergio Magaña o Margo Glantz), como un príncipe de las letras. Participa en esa fiesta García Márquez, de saco a cuadros y con gazné.
La presencia más regular de este cuarteto de narradores fue en los años sesenta, en donde no podría pensarse en uno sin mencionar a los otros, coincidiendo sus destinos en algunas ciudades europeas, como Barcelona y París, además de la ciudad de México. Si hubo en lo musical una Invasión Británica, de Inglaterra hacia los Estados Unidos, hubo además en la narrativa una Invasión Latinoamericana, de este continente hacia (por lo menos) España.
Según Fuentes, en los años sesenta “se cimentó y desplegó una nueva novela hispanoamericana que por primera vez, como movimiento general, superó la atención parroquial y encontró públicos nacionales e internacionales. Agotados sus viejos recursos anecdóticos, la nueva novela hispanoamericana, ejemplarmente, se abocó a una multiplicidad de exploraciones verbales. Nuestros mejores escritores entendieron que entre nosotros todo está por decirse, todo está por imaginarse. Porque nuestra vida personal y colectiva se sostiene sobre lenguajes históricamente falsos, la escritura de creación es, de manera inmediata, la forma y la materia de una nueva convivencia” (Diorama de la Cultura, Excélsior, 7 de diciembre de 1969).
En Terra Nostra, Fuentes rinde tributo a esa amistad al incluir en la novela a personajes emblemáticos de los libros de sus compañeros: están ahí, con Polo Febo (el protagonista manco, con un solo brazo útil, como Fuentes cuando escribía), en una partida de naipes que sucede en una vieja casa de la rue Savoie en París, el argentino Oliveira, el limeño Santiago Zavalita y el colombiano Buendía.
París era ya, para el mexicano, la última ciudad, la morada final; se lee en Terra Nostra: “Todos los buenos latinoamericanos vienen a morir a París”. Y hacia allá viajan sus cenizas. En el cementerio de Montparnasse, por cierto, tendrá como vecino a Julio Cortázar.
Carlos, Julio, Mario y Gabo en los años sesenta: los fab four de la narrativa latinoamericana.

Junio 2012

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