miércoles, agosto 31, 2011


¿Una literatura de la Historia?

La obra narrativa de Fernando del Paso se ha escrito, también, bajo la sombra de la Historia. Para decirlo palinurescamente: la ciencia de la Historia es un fantasma que ha habitado, toda la vida, en el corazón del escritor mexicano. O si no toda la vida, para no caer en exageraciones (y por ser algo, a la distancia, de difícil comprobación, pues habría que estudiar al personaje desde los primeros balbuceos, por lo menos, y seguirlo en su desarrollo intelectual hasta los tiempos actuales), sí puede decirse que en sus tres grandes novelas una de las raíces más sólidas de la ficción son los hechos históricos. En José Trigo (1966), por ejemplo, se entrecruzan dos sucesos: la guerra cristera de 1926-29 y el movimiento ferrocarrilero de 1958-59; en Palinuro de México (1977), pese a algunas desubicaciones geográficas y temporales (como situar, a propósito, la Escuela de Medicina aún en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuando ya se había trasladado a Ciudad Universitaria), el acontecimiento central es el movimiento estudiantil de 1968; y Noticias del Imperio (1987) describe a detalle la intervención francesa de 1862-66, y la instauración y desplome del Imperio de Maximiliano de Habsburgo.
Una de las raíces más sólidas de sus ficciones, sí, porque la otra raíz es obviamente la literaria. Fernando del Paso no intentó en esos títulos, en principio, hacer historia (aunque lo haya logrado, en alguno de los dos sentidos de la expresión), sino novelas, y éstas siguen tradiciones narrativas muy claras. Como “objetos literarios” u “objetos verbales” que son, se les podría describir con independencia de las situaciones ahí referidas. En José Trigo se amalgaman cuatro influencias: la literatura prehispánica, sobre todo la poesía náhuatl, y Juan Rulfo, por un lado; y Luz de agosto de William Faulkner y el Ulises de James Joyce, por el otro. Palinuro de México vuelve por momentos a Joyce, en el planteamiento de un capítulo teatral como catarsis de la novela, pero también integra a François Rabelais, Laurence Sterne, Cyril Connolly, el surrealismo y la psicodelia; y en cuanto a Noticias del Imperio, al monólogo de Carlota de nuevo se le han acreditado señas joyceanas (relacionándolo con el monólogo de Molly Bloom) y se habla, igualmente, de que las variaciones estilísticas de la novela, capítulo a capítulo, vienen del Ulises, aunque es claro que Del Paso leyó además a los autores que se han ocupado de Benito Juárez y la pareja imperial, sean novelistas, dramaturgos o historiadores.
La historia alimenta a la novela; y la novela se nutre de la historia. Una, en Del Paso, no podría vivir sin la otra. Entre ambas especialidades se establecen vasos comunicantes; y se crean, sin que el objetivo haya sido aquello que de forma comercial se conoce como “novela histórica” (por lo común, simplificaciones tanto de la historia como de la literatura), cuerpos literarios de ecos o reverberaciones múltiples con los que se llegan comprender, quizá hasta en profundidad (con una profundidad tal vez distinta a la de un científico de la historia), ciertos pasajes históricos.
Palinuro de México es parte de una corriente que se ha denominado “narrativa del 68” y que está constituida por más de 30 novelas y algunos cuentos. No se espere de estos libros un recuento puntual, día a día, de lo que fue el movimiento estudiantil. Lo que hay de éste en Palinuro de México es poco, si se busca la noticia de primera plana… aunque en esa época los diarios no fueron referencias confiables, pues se publicaba sólo aquello que era decidido por el gobierno. En parte por ese control que se tenía de la prensa, la literatura tuvo que contar lo que se había callado en los medios con control oficial. Lo que Del Paso hace es crear un “estado de ánimo” de los jóvenes de entonces, una trama que gira alrededor de un grupo de estudiantes cuya participación en el movimiento no es directa. No obstante, se percibe desde ellos el espíritu contracultural, que fue uno de los motores de la protesta. Así, las aventuras de los amigos en la ciudad, e incluso sus pasajes amorosos (cuando explota una gran libertad en los territorios de la cama), narran el 68 de otra manera.
Ocurre así en otras novelas memorables sobre el 68, como La invitación (1972) de Juan García Ponce, Si muero lejos de ti (1979) de Jorge Aguilar Mora o Muertes de Aurora (1980) de Gerardo de la Torre, en donde probablemente no se encontrará el 68 histórico —que sí está en los testimonios recogidos por Elena Poniatowska para La noche de Tlatelolco (1971) o en el autobiográfico Los días y los años (1971) de Luis González de Alba— sino la parte más íntima de lo que fueron esas jornadas. La Historia vuelta historias.
Coinciden José Trigo y Palinuro de México en que la perspectiva desde la que se cuenta es la de los vencidos: cristeros, ferrocarrileros o estudiantes que sufrieron la represión del Estado. En Noticias del Imperio hay una variación, pues en ese gran caleidoscopio del siglo XIX que es la novela destacan Maximiliano y Carlota, que llegaron a México para gobernarlo (y que finalmente también fueron derrotados), sí, pero hay el esfuerzo por mirar las cosas no sólo desde ahí sino integrar ópticas muy diferentes, con un afán total, como si se tratara de una asamblea en la que todos los involucrados (republicanos o imperialistas, liberales o conservadores, franceses o mexicanos) exigieran tener voz y voto. Acaso la distancia en el tiempo permite esa visión panorámica cuando en los otros casos, el movimiento ferrocarrilero o el movimiento estudiantil, se trataba de abordar asuntos cronológicamente más cercanos al escritor, que exigían además una toma de partido.
En uno de los capítulos finales de Noticias del Imperio reflexiona Del Paso sobre las relaciones entre la literatura y la historia. Tiene a la mano tres naipes: uno es el del dramaturgo Rodolfo Usigli, autor de una obra sobre el Segundo Imperio, Corona de sombra, quien se siente incómodo ante la historia; el segundo naipe es una frase de Jorge Luis Borges, al que interesa “más que lo históricamente exacto, lo simbólicamente verdadero”; y el último naipe es de Gyorgy Lukacs, teórico de la novela histórica, para quien es un “prejuicio moderno el suponer que la autenticidad histórica de un hecho garantiza su eficacia poética”.
De estas tres opciones, ¿cuál será la carta elegida por Fernando del Paso? Escribe: “Quizás la solución sea no plantearse una alternativa, como Borges, y no eludir la historia, como Usigli, sino tratar de conciliar todo lo verdadero que pueda tener la historia con lo exacto que pueda tener la invención. En otras palabras, en vez de hacer a un lado la historia, colocarla al lado de la invención, de la alegoría, e incluso al lado, también, de la fantasía desbocada… Sin temor de que esa autenticidad histórica, o lo que a nuestro criterio sea tal autenticidad, no garantice ninguna eficacia poética, como nos advierte Luckacs”.
Como el del novelista, también el oficio del historiador se ha modificado. Antes se atendían los grandes sucesos, las grandes mareas de la historia, y el acento se aplicaba en quienes como líderes parecían conducir la historia. Ahora lo cotidiano, la vida diaria, y aquello que realizan personajes de lo que no sabemos siquiera sus nombres (partes actuantes y modificantes de ese orbe, ese “nadie” que es “todos”), importan al científico de la historia tanto como lo que ocurre en la vida pública más iluminada. El historiador ha tenido, por tanto, que enfocarse en aquello que antes era sólo interés de los novelistas, a quienes se sabía dedicados a la “historia privada de las naciones”, según el credo de Balzac. Y éstos, los novelistas, no se asumen ya como simples divulgadores de la historia (papel que se ejercía con cierta comodidad en el siglo XIX, al modo de Pérez Galdós o Salado Álvarez en sus “episodios nacionales”) sino como alguien que investiga y se acerca a algo que puede ser históricamente exacto o simbólicamente verdadero. Desde finales del siglo XX el historiador actúa como novelista y el novelista como historiador, con similares responsabilidades en el uso de la pluma y el microscopio. Ese es el punto al que arriba Fernando del Paso en sus novelas.
Es curioso que luego de sus tres grandes edificios narrativos de intención histórica la obra de Fernando del Paso se haya dispersado hacia la novela policiaca (Linda 67, 1995), la escritura de textos para niños (De la A a la Z, 1988; Paleta de diez colores, 1990), el teatro (La muerte se va a Granada, 1998), la poesía (Sonetos del amor y de lo diario, 1997) o la revisión bibliográfica (Viaje alrededor de El Quijote, 2004), y que una de las estaciones visitadas sea un libro hecho sólo de palabras y sólo para la palabra (Castillos en el aire, 2002), o de ésta en su relación con la imagen (puesto que es un libro ilustrado por el autor), en donde la fantasía verbal en su expresión más libre guía la mano, como si efectivamente se tratara, en afanes terapéuticos, de una cura de esa Historia a cuya sombra antes ha vivido… y a la que volverá en el futuro.

Agosto 2011

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domingo, agosto 28, 2011



La catedral de la salsa y sus budas sonrientes

Poco después de las diez de la noche llegan al Tropicana de Garibaldi, catedral de la salsa y de la rumba, tres chicas jóvenes y guapas acompañadas por una dama algo mayor, que desluce ante ellas. Puede ser la hermana grande o incluso la madre. De rostro mortuorio parecen asistir a un funeral, aunque no visten de negro sino ropa de noche en colores discretos pero alegres. Les dan una mesa cercana a la pista, piden una botella de ron (refrescos y hielos incluidos) y cuando el mesero prepara las bebidas toman del vaso como si fuera una degustación, delicadamente, sin prisa. Así, seriesísimas, aguardan, ¿qué o a quién?, ¿qué es lo que buscan esta noche?, ¿cuáles son sus expectativas sabatinas?

En trance de iluminación

En el escenario, el grupo Azteca’s Show interpreta cumbias y guarachas. “Pedacito de mi vida / te quiero tanto / pedacito de mi vida”, se escucha. Y la actividad en la pista es intensa. Los bailantes no conforman un grupo de edecanes y metrosexuales; se trata de gente de porte común, la que se ve en las calles y en las tiendas, talleres y oficinas, dedicada en la semana a oficios varios y que encuentra el fin de semana un cambio melódico de sus rutinas laborales, un escape alegre y tranquilo.
Las mujeres, en su mayoría de belleza discreta, se embellecen al ser inoculadas por la música; los hombres, algunos de plano panzones, semejan budas sonrientes en trance de iluminación. Lo importante no es verse como de calendario, en ideales imposibles (que son la pauta marcada por la publicidad y los medios electrónicos), sino disfrutar del movimiento y la sensualidad que bulle con las canciones: “Quisiera no sentir / quisiera ser de piedra / y no tener corazón”, “Rumba mi rumba e / rumba mi rumba e”, “Vuelve de donde quiera que estés / de donde quieras que estés”…
Las tres chicas guapas y su acompañante se incorporan a la pista. Concede una bailar con un joven de gimnasio, pantalones de mezclilla y playera pegada; acepta otra con uno que no parece su tipo (¿quién lo sería?), algo mayor y de barriga prominente… Y hasta a la hermana mayor, o la madre joven, le llega su oportunidad. Al fin ellas vienen a lo mismo, a mover el bote, y no esperan a su príncipe azul sino a alguien que las ponga en la pista, en donde podrán florecer. El que esté frente a ellas es la plataforma de despegue; mientras sepa llevarlas y no las pise…
Lo que distingue al cuarteto femenino es su falta de sonrisas, el rostro siempre imperturbable, que puede tener esta explicación: alguien les dijo un día que de esa forma se verían interesantes, que la seriedad les otorgaría cierto misterio, lo que se quedó como sello de la casa. Pero con la música por dentro.

“¿Conocen a un hombre fiel?”

Pasan los grupos, a razón de 45 minutos cada uno. Uno fue Azteca’s Show, otro Afro-son y luego el grupo Kién? (conocidísimos en Ciudad Azteca, San Juan de Aragón y colonias anexas), uno de los estelares y que cubrirá varios turnos. El chistorete, por parte del que tiene el micrófono, no falta: “Y esta va para todos los que dejaron a su señora en la casa”; “Recuerden que aquí nadie los corre y en casa nadie los espera”; “Aplaudan, señores, que el aplauso aumenta el vigor”; “Chicas, ¿alguna de ustedes conoce a un hombre fiel?”; o: “Vamos a tocar canciones del recuerdo… del recuerdo de hace como veinte kilos”.
La noche, o el alcohol, remata a unos, que cabecean en su mesa o caminan en zigzag cuando van o vienen del baño; hay el que se ve sobrio pero de pronto suelta, ahí nomás, la guacareada urgente. Son los caídos en la batalla del trago. No faltan los que al amanecer se caen gordos y pasan del insulto al golpe y del golpe a la plaza Garibaldi, a donde los depositan los meseros. Ese espectáculo lo ofrecen los hombres, rara vez las mujeres.
Hay damas solas, sentaditas en sus mesa, que no van a ligar sino a danzar, y agradecen al que las saca de la inmovilidad con ese gesto entendido del que ofrece la mano y las lleva a la pista. Uno se arriesga al escoger pareja; y ellas tienen el derecho de aceptar o no, según se vea el pretenso y según anden los ánimos o los desánimos. Prácticamente nadie se queda sin saltar a la pista. La noche es generosa.

“Me acabo de separar”

El baile posibilita encuentros y desencuentros.
—Aquí se baila muy rápido —dice una mujer de unos cuarenta años, cabello rubio muy corto. Decía que no sabía bailar, o que lo hacía mal, pero no era cierto.
—¿De dónde eres?
—De Monterrey.
—Ah. ¿Qué haces por acá?, ¿estás de vacaciones?
—Me acabo de separar —pero se ve enterita—, y vine a estar una temporada con mi hermana. Ella me trajo aquí, dijo que me divertiría.
—¿Te estás divirtiendo?
—Sí, claro.
El baile es una forma del encuentro sexual, o su continuación por otros medios. Con tragos y meneos puede ocurrir de todo, ya que para bailar uno es una bomba y a Carmen se le cayó la cadenita o se siente uno como amante a la antigua, y muévela, muévela, sí.
La soledad se diluye, refulge la comunión. Los budas sonrientes danzan como si tuvieran muchos kilos menos y las damas de belleza discreta parecen vírgenes o diosas de pies ágiles. En toda la noche el cuarteto de mujeres de rostro serio no ha abandonado la pista del Tropicana, bailan hasta agotarse, sin mudar la expresión mortuoria.

Después de la batalla

Al salir de la catedral de la rumba y de la salsa se descubre un paisaje inquietante. Pese a la hora hay el bullicio de la francachela, botellas vacías tapizan el suelo de la plaza Garibaldi, se escuchan todo tipo de cantos venidos de mariachis, grupos norteños o marimberos, y en mesas de madera puestas en la plaza, como barra cantinera improvisada y al aire libre, se ofrecen buenos tragos.
No se sale al desierto, las opciones son muchas: la birria del mercado como vuelve a la vida, los muy modernos table-dances con lobas nudistas y lobos meseros que devoran como pueden a la clientela (en donde el baile privado se cobra prácticamente con taxímetro), la caminata que refresca o la huida a casa…
La noche ya no es joven. Y uno tampoco.

Agosto 2011

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martes, agosto 16, 2011


Los papeles perdidos de Francisco Tario

En un mueble comprado décadas atrás en una iglesia por el escritor Francisco Tario (1911-1977), se alojan álbumes con fotografías y recortes periodísticos (en donde aparecen cuentos no incluidos en sus libros), originales mecanográficos (con material inédito), una partitura de su autoría (“Fantasía del amor”), dibujos eróticos, grabaciones y objetos varios…
Esa cómoda antigua emprendió en los años cincuenta del siglo XX el viaje de la familia Peláez-Farell a España; fue heredada por uno de los hijos, Julio (de oficio pintor), quien en los años noventa la trajo de regreso a la ciudad de México y la ha llevado consigo en sus ya varias mudanzas por esta metrópoli.
Ese mueble, de frente barroco y laterales coloniales, parece un pozo sin fondo; de ahí salieron, tiempo atrás, las obras de teatro incluidas en el volumen El caballo asesinado (1988); de ahí surgió la novela Jardín secreto (1993); y, en lo que parecía un último hallazgo, ahí apareció el cuento infantil “Jacinto Merengue”, incorporado en el 2002 a unos Cuentos completos que hoy resultan no serlo, porque faltan, para empezar, dos relatos que Tario publicó en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades: uno es “Jud, el mediocre” (14 de octubre de 1951) y el otro “Septiembre” (20 de abril de 1952), no considerados en Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952) y que Tario olvidó en la confección de Una violeta de más (1968).
Esto, más lo inédito, aún sujeto a revisión y a la espera del momento adecuado para que se publique. Y numerosas fotografías, con las que el INBA montará una exposición a inaugurarse en el mes de noviembre en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. O 17 discos de gramófono, en donde se escucha a Francisco Tario al piano y de los que surgen también voces como las del poeta Octavio Paz y la narradora Elena Garro (que eran sus vecinos), o adaptaciones de obras clásicas de terror, como Drácula, radioteatros que se grababan en la casa de la calle de Etla como parte de la tertulia. Esos discos están siendo digitalizados por la Fonoteca Nacional.
Todos estos tesoros emergieron de esa cómoda antigua hoy instalada en un departamento de la colonia Narvarte, en la víspera de que se conmemoren los cien años del nacimiento de Francisco Peláez Vega, cuyo nombre de pluma era Francisco Tario.

Una convención budista

El hijo de Tario firma sus cuadros como Julio Farell; siguió no el oficio paterno sino el del tío, Antonio Peláez. En algún momento de su vida decidió raparse la testa, para disgusto de su padre, quien le comentó que cuando los vieran juntos en la calle dirían que se trataba de una convención budista. Al conjunto Julio agregó una barba, hoy muy crecida, que lo distingue de Francisco Tario.
Recuerda que en casa su padre tocaba siempre el piano; Chopin era su compositor favorito. En una ocasión le dijo: “Ven, Julio, te enseño”, mas él prefería estar pintando. También lo visualiza escribiendo en el despacho, a máquina (una Remington gris oscuro), porque él y su hermano Sergio tenían al lado un cuarto de juego. Un día en que Julio hacía mucho escándalo su papá gritó su nombre, el niño fue corriendo al despacho y se comportó marcialmente: “¡A sus órdenes, mi general!” Don Francisco rió tanto que ya no lo pudo regañar.
Con dedicatoria directa a los hijos, Tario escribió “Jacinto Merengue” y “Dos guantes negros”. Este último cuento estaba perdido, y surgió hace poco de la cómoda como libro artesanal; es un ejemplar único armado por el autor, que debía ilustrar Julio, quien lo hizo parcialmente. El relato está completo. A la manera de los cuentos de La noche (1943), en él los objetos cobran vida: uno es un guante asesino y el otro intenta impedir las tropelías cometidas por su par. “Al terminarlos nos los leía en voz alta; los escenificaba con dibujos realizados por él, hacía mímica, en una actuación hecha sólo para nosotros y que nos impactaba.”

Herencias

—¿Cómo fue tu infancia?
—Maravillosa. Fue vivir en la ciudad México y en Acapulco; y luego viajes por Europa que duraban, cada uno, dos años. Nos establecíamos en España, pasábamos dos meses en Italia, dos meses en Francia…
—Eran vacaciones permanentes. ¿Él vivía de sus rentas?
—De los cines que administraba en Acapulco; tenía el cine Río, el cine Rojo y estaba construyendo el Bahía, que iba a ser al aire libre. Eso le daba un ingreso y, bueno, mi abuelo heredó a todos sus hijos en vida. Cada uno aplicó esa herencia en lo que quiso: un tío mío puso una granja de codornices… Mi padre invirtió la herencia en los cines y en los viajes, que eran su tremendo vicio.
—¿Por qué decidió Tario dejar el país?
—Nunca lo supe exactamente pero fue una decisión muy abrupta: malbarató el piano Steinway de media cola con teclas de marfil, malvendió la casa de Acapulco; los cines estaban en decadencia porque el sindicato no le mandaba buenas películas y la gente dejaba de ir... Por alguna razón que desconozco, le urgió irse de aquí.
—Y se instalaron en Madrid.
—Llegamos, primero, al hotel Emperatriz, y luego mi padre consiguió un departamento en la calle Lagasca, en el barrio de Salamanca. Era un departamento moderno, espacioso, que daba hacia un palacio del siglo XVII o XVIII con amplios jardines. Ahí escribió Una violeta de más, que fue el último libro que mi madre le leyó. Tenían esa costumbre de que cuando acababa un libro mi madre lo leía en voz alta, para que él oyera cómo sonaba. También lo escuchábamos Sergio y yo, y pedía nuestras opiniones.
Carmen Farell murió en 1967; Una violeta de más se editó en México en 1968… Y Tario, aunque siguió escribiendo, ya no quiso volver a publicar. “Le llamaban de editoriales españolas y él se negaba a responder. La novela Jardín secreto fue escrita así, en secreto, sin comentarla con nadie; yo la descubrí hasta después de su muerte. Lo mismo las obras de teatro.”
—Y los papeles han viajado contigo…
—Sí, he tenido varias mudanzas y es una gran carga de escritos, fotografías, todo lo que era suyo… Viene de familia guardar cosas. Cada tanto vacío ese mueble, lo desarmo, lleno cajas, me mudo, lo vuelvo a armar y guardo de nuevo ahí sus cosas. En los cambios debo contratar un buen carpintero porque es una cómoda que no tiene clavos, y armarla es complicado, es latoso. Desde que vivíamos en Etla siempre ha estado conmigo. Ahí están sus originales mecanográficos, los álbumes con recortes periodísticos, las fotos que tomó en los viajes que hicimos, ahí estaban los discos de gramófono que acabo de donar a la Fonoteca Nacional… Con los años me he dado cuenta que mi padre atrae sobre todo a los jóvenes. Afortunadamente, cada tanto el interés por su obra se renueva y eso ha empujado a que se revisen, este año con mayor detenimiento, sus archivos.

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domingo, agosto 14, 2011



El hombre que no sabe morir

Han sido tantos los accidentes en la vida de Manuel Juárez que con ellos se podría armar un gran libro. Sólo que en manos de un literato el cuento de esa existencia real, cierta, correría el riesgo de convertirse en una historia inverosímil; se acusaría al escritor de haber concentrado en un solo personaje lo que pudo haber ocurrido a muchos hombres. Y no es así. Hay un solo protagonista.
Con los años cree confirmar algo: que en el cielo no lo quieren y en el infierno le temen, por lo que ambas fuerzas, la divina y la maligna, lo dejaron en un inquietante espacio intermedio.

Con sangre entra

Nació en la ciudad de Pachuca el 23 de octubre de 1945 y su infancia no fue dichosa. Al menor pretexto, la menor falta, el padre lo agredía: si se orinaba en la cama, por ejemplo, lo llevaba en la madrugada al lavadero del patio para bañarlo con hielos y agua fría. También llegó a bombardearlo con copas de vidrio, o una vez le lanzó un afilado compás de acero. Esto sin contar los golpes francos, directos, con los que el padre se ejercitaba cotidianamente.
En el kinder cayó Manuel de cabeza de una resbaladilla y estuvo inconsciente un par de horas; por accidentarse, el padre lo castigó con tremenda paliza. Ese mismo día, a la hora de la comida, se enojó el señor porque Manuel esperaba a que se enfriara la sopa, le soltó un manazo en plena cara, lo que desprendió la gasa de la descalabrada que fue a dar al plato: el pequeño fue obligado a comer un coctel en el que había sopa y sangre, mocos y lágrimas.
“Los azotes que mi padre me propinaba mataron mis ilusiones de niño, me envenenaron el alma, además de deformarme algunos huesos y algunas partes del cuerpo, pero no me privaron de la vida”, dice.
Sobrevivió al padre porque huyó de Pachuca a los nueve años y viajó a la ciudad de México. Como broma, presume haber sido uno de los primeros “niños de la calle”. Fue mensajero de bicicleta y sufrió varios percances; en alguno de ellos quedó bajo un autobús de pasajeros con la bicicleta atorada entre las llantas; otra vez se agarró de un camión para darse velocidad, luego se soltó a toda marcha hasta que se abrió la portezuela de un vehículo estacionado, contra ella chocaron bici y Manuel y éste salió volando unos metros… Quedó, dice, “raspado de los brazos, sangrando copiosamente por la nariz y de una descalabrada en la frente y adolorido, más que del cuerpo de mi propio orgullo”.
El viernes 23 de noviembre de 1963 llegó a las redacción de una agencia noticiosa a entregar un paquete; le sorprendió el barullo que se creaba en torno a la noticia. Fue una jornada especialmente complicada porque es el día en que asesinaron en Dallas a John F. Kennedy. Dejó Manuel el paquete y se quedó ahí, a ayudar; lo pusieron a cortar cables. Por la noche alguien preguntó quién era el muchacho. “Es un mensajero que nos estuvo ayudando”, dijo uno.
—¿Te quieres quedar a trabajar en Informex?
—¡Claro!
Empezó como office boy y fue ascendiendo. Ya como reportero lo enviaron a una gira presidencial por Veracruz, en donde Luis Echeverría rendiría honores a un grupo de periodistas que un año antes había perdido la vida en un avionazo al cubrir su campaña como candidato del PRI. Era la primera vez que subía Manuel a una aeronave; ésta se llamaba “Francisco Zarco”. Antes del aterrizaje, “sobrevino un fuerte impacto que nos hizo saltar aún cuando estábamos sentados y golpearnos en la cabeza al abrirse sobre nosotros las tapas de los compartimientos de equipaje”. Un panzazo, pues. Sin consecuencias graves.
Otro viaje fue más arduo: al aterrizar en Chihuahua, un fuerte viento empujó el avión fuera de la pista y lo dejó ahí quebrado y maltrecho. Manuel tomó su maleta, se aventó por el tobogán y corrió hasta sentirse a salvo. Las piernas le temblaron. Hubo muertos.

La muerte le habla al oído

Ha estado en helicópteros que se colapsan y participado en volcaduras de vehículos. Casi cae, un día, a los discos metálicos de un tractor; un brinco lo salvó, pero fue a dar junto a una víbora de cascabel que fue muerta al fin, de un machetazo oportuno, por el chofer del tractor.
Se perdió una vez en la selva chiapaneca en una noche de lluvia; en otra ocasión deambuló sin rumbo por un desierto y tuvo que comer ratas de campo y extraer agua de un saguaro para seguir con vida. El jueves 10 de junio de 1971, por el rumbo de San Cosme, a donde lo enviaron de la agencia noticiosa para que se enterara de qué estaba ocurriendo, en pleno “halconazo” una bala perdida se incrustó en su costado derecho, a la altura de la cadera.
De muchas de estas historias queda el recuerdo del dolor experimentado y quedan, también, las cicatrices. La muerte se le acerca, le habla al oído, le coquetea, pero no lo lleva consigo. En los funerales escucha que se dice del difunto: “¡Cómo que se murió! ¡Tan bueno que era!” Y piensa que él, por no morir, no ha de ser muy bueno.
El accidente casi final sucedió el 12 de diciembre de 1979. Trabajaba en una oficia de la avenida Cuauhtémoc; era temprano y discutió con su jefe, que lo corrió. Salió de ahí, molesto, y al cruzar la calle sintió un golpe duro. La memoria entonces se oscurece. Por reconstrucción posterior sabe que fue atropellado, que se levantó y caminó hacia una banca de la avenida Álvaro Obregón; que un compañero lo vio maltrecho y pidió una ambulancia. Tenía una hemorragia en el cerebro y lo operaron de emergencia, cortándole en la operación una parte del cráneo; durante dos noches se esperó su muerte.
Soñó entonces que iba por un subterráneo con un grupo de desarrapados que marchaba hacia una salida luminosa, mas decidió que ese no era su camino y metió reversa; lo sujetaron para que siguiera con ellos, se rebeló y al liberarse y correr en sentido contrario gritó con toda su alma. El grito fue su despertar en el hospital, su regreso a la vida. Se miró al espejo y vio a Frankenstein.
Podría aplicar Manuel Juárez a su existencia un par de voces del argentino Antonio Porchia; la primera: “Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy”; y además: “Cuando muera no me veré morir, por vez primera”.

Agosto 2011

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lunes, agosto 08, 2011


Un guión para Cantinflas

Cantinflas pudo haberse convertido en Nicocles Méndez; o al revés, Nicocles Méndez pudo haber sido Cantinflas.
La metamorfosis no se llevó a cabo, pues el libreto cinematográfico Dicha y desdichas de Nicocles Méndez, escrito para el comediante por Efrén Hernández, Rosario Castellanos, Dolores Castro y Marco Antonio Millán, no cumplió el tránsito a la pantalla, aunque sí se publicó en el número 65 de la revista América, de abril de 1951, año en el que se estrenó Si yo fuera diputado, e incluso fue registrado ante Derechos de Autor por Efrén Hernández en 1957, cuando en los cines se exhibía La vuelta al mundo en ochenta días.
¿Qué ocurrió?, ¿estuvo ese guión alguna vez en manos de Mario Moreno? No lo sabe Dolores Castro, sobreviviente de ese equipo de literatos metidos a guionistas. Y tampoco lo sabe Mario Moreno Ivanova, quien explica que eran muchos los guiones que recibía su padre: “Tengo como ocho baúles llenos de guiones, tanto en español como en inglés. Hubo una temporada, a finales de los sesenta y principios de los setenta, en que le mandaban muchísimos libretos de Hollywood y, claro, no todos se filmaban.”

“Casi iguales, casi nuevos”

Uno de los guionistas de cabecera de Cantinflas fue Jaime Salvador, con quien hizo, en la época en que Efrén y amigos trabajaron el asunto para el comediante, Romeo y Julieta (1943), A volar, joven (1947), El mago (1949), El portero (1950) y El bombero atómico (1952). Otros guionistas con los que se sentía a gusto fueron Marco Antonio Almazán, José María Fernández Unsaín o Carlos León…
Según Moreno Ivanova, la cosa funcionaba así: don Mario tenía una idea, o le llevaban la idea de una película, y si le gustaba la pensaba un rato, la discutía con los guionistas y se empezaba a escribir el libreto. Si se ven las cintas de Cantinflas una tras otra se dará uno cuenta que las tramas son similares: siempre hace el bien, si roban un collar él es quien lo recupera, vence a los malhechores, enamora a la muchacha…
Ocurre igual en Dicha y desdichas de Nicocles Méndez. Como en una película clásica de Cantinflas, pasa Nicocles por distintos oficios: primero es una suerte de ropavejero, luego es profesor en una escuela rural, después lo disfrazan unos estudiantes, en son de broma, como el pedagogo eminente que imparte una conferencia magistral en una colegio de señoritas y termina boxeando en el cuadrilátero de un teatro municipal. También hay una chica inalcanzable, María Elena, que al final se convence de que el pícaro, el modestísimo Nicocles, es el hombre de sus sueños.
En el comienzo de esa cinta no filmada el protagonista vende chácharas en la colonia, y en sus pregones cuenta la historia de aquello que ofrece, con lo que el chisme se propaga. Grita, por ejemplo: “¡Calcetines! ¡Calcetines! ¡Calcetines! Ahora sí que se vendieron. Sin remedio se vendieron. Un gran par de calcetines. Casi iguales, casi nuevos. De menos de un mes de uso. Que fueron del difunto don Andrés Belaunzarán. Un difunto que murió del corazón. Enteramente bueno y sano de sus pies. Sin callos, sin juanetes. Un par de calcetines, inmensamente higiénicos. Casi iguales, casi nuevos. De la herencia de don Andrés Belaunzarán. Seda, elegancia, higiene, calidad garantizadas”.
No se podría imaginar a otro comediante encarnando a Nicocles Méndez, pues éste y Cantinflas fueron hechos el uno para el otro… sin que se celebrara la unión fílmica.
Dice Moreno Ivanova: “Puede ser que el guión de estos autores no le llegara en buen momento. Mi padre decidió filmar sólo una película por año, para no hacerse competencia él mismo ya que incluso había cintas que duraban más de un año en cartelera, como ocurrió en El padrecito, que duró 64 semanas en los cines… No necesitaba hacer más de una película al año, no le gustaba hacerse competencia, y por eso muchos de los guiones no se filmaron”.

Guionistas por encargo

En cuanto a los escritores, la historia es esta: hacia 1945 Andrés Serra Rojas, que dirigía el Banco Cinematográfico, encarga a Efrén Hernández trabajar un guión para el comediante. Hernández conformó un grupo de apoyo con Marco Antonio Millán (director de la revista América) y las “jóvenes poetisas” Rosario Castellanos y Dolores Castro.
Según una nota periodística de la época, cada uno por su lado ideó “situaciones de fina comicidad y luego se reunieron para comunicarse lo que habían elaborado. Para esto ya Efrén había construido la base, la columna dorsal del asunto: la vida de un hombre provinciano muy ingenioso, que poco a poco se va abriendo paso, en diferentes actividades, hasta llegar a triunfar en lo que es su vocación: el teatro. En cierto modo es la biografía del propio Mario. Muchos hechos verídicos de su vida están recogidos ahí”.
También podría decirse que la que se presentaba ahí era la biografía del mismo Efrén, quien encontró en el comediante una suerte de alter ego en el retrato de un provinciano ingenioso que hace de todo para sobrevivir, e incluso por la mezcolanza caricaturesca del habla popular con una lengua pretendidamente culta o literaria.
Sigue la nota periodística: “Efrén, que no había escrito nunca para el cine y que no es un técnico en ese arte, elaboró el argumento con una intuición sorprendente. Consultando libros especializados y haciendo rendir un jugo inusitado a su experiencia de espectador cinematográfico, está por terminar, no sólo el asunto, sino también el script, el guión. Y su perfección es tal —según personas competentes y autorizadas para juzgar— que al director de la cinta ya no le costará ningún trabajo realizarla. Todo está previsto, está en su lugar”.
En el recuerdo de Dolores Castro hay imágenes vagas de cuando se reunían a discutir el guión en un café cercano a las oficinas de la Secretaría de Educación Pública… Ella asegura, no obstante, que la escritura fue más bien de Efrén Hernández, y que acaso como un acto de generosidad él las hizo copartícipes, a ella y a Rosario Castellanos, así como a Marco Antonio Millán (el mejor amigo de Efrén), del proyecto. “La mayor parte sí creo que fue de Efrén. Lo que tiene de inconexo se debió a que todos estábamos ahí metidos”, dice.
Hay una solicitud de registro del libreto del 28 de enero de 1957, que firma como recibida Luis Echeverría, abogado, Oficial Mayor de la Secretaría de Educación Pública; y en una carta del 18 de mayo de 1957 se le comunica a Efrén Hernández Hernández que “habiéndose terminado los trámites de registro del argumento cinematográfico ‘Nicocles Méndez’ de la que es usted autor, remito con esta nota el Certificado y un ejemplar sellado con el número de registro que le correspondió”, misiva firmada por el licenciado Manuel White M.
¿Cuáles eran los fines de ese registro? Al poco tiempo, la tarde del martes 28 de enero de 1958, muere Efrén Hernández.

Agosto 2011

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martes, agosto 02, 2011


La editorial Atalanta, una apuesta por la intuición


Vilaür, España.­— Para llegar a Vilaür, un pequeño pueblo español que Inka Martí y Jacobo Siruela han puesto en el mapa editorial, hay que tomar un tren en la estación Sants de Barcelona con destino a Portbou, en el camino de Girona. Es la Ruta 11. Según el itinerario oficial, hay una salida a las 11:16 que se detiene unos segundos en Camallera, casi dos horas más tarde, justo a las 13:13. Así ocurre. Como en el comienzo de un relato fantástico, el paisaje luce entonces hasta cierto punto desolado, con el sol pegando a plomo. Un hombre se extraña al ver surgir de las vías un par de sombras y pregunta:
—¿De México? Jacobo estuvo aquí, se acaba de ir. Me confundí y le dije que no había bajado nadie. No se preocupen, yo los llevo. Me llamo Félix.
Va y viene Félix por Camallera en busca de las llaves de su automóvil; no sabe si las tiene en su negocio, un pequeño bar, o en la casa. A los pocos kilómetros de viaje hacia Vilaür se topa con Inka Martí, que ha adivinado la confusión y llega al rescate de los invitados al almuerzo. La distancia es corta y los dos coches, el de Inka y el de Félix, arriban casi parejos a esa casa sin número de la calle Mas Pou, una construcción del siglo XVIII con vista a los Pirineos, sede oficial de la editorial Atalanta. Abre la puerta Jacobo Siruela.

La pasión por editar

El proyecto común de Jacobo e Inka ha sido un desafío con varias vertientes: una editorial de alcance hispanoamericano está instalada, con una infraestructura mínima, en un pequeño pueblo del norte de España; contra las leyes del mercado, se apuesta no por lo más comercial sino que, al viejo estilo, es el gusto de los editores el que arma el catálogo.
—Ser editor no es para mí un oficio, es una pasión —explicará luego Jacobo Siruela—. Yo había vendido mi editorial y me había retirado al campo. El reto consistió en averiguar si era posible en el siglo XXI crear y desarrollar una editorial desde aquí. Y después de casi seis años en el mercado hemos demostrado que sí se puede.
Inka procedía del mundo de la televisión; era una figura familiar ante las cámaras en programas de tipo cultural. El encuentro con Jacobo le cambió la vida. Dice: “Aprender la producción para editar un libro representó un reto fascinante. Al principio pensé que hacer un libro sería lo más sencillo del mundo: ¡gran equivocación! Parece mentira que algo de apariencia tan humilde como el libro encierre una enorme complejidad”.
—¿Ha cambiado tu percepción del trabajo editorial de la etapa de Siruela a esta nueva etapa? —se le pregunta a Jacobo F. J. Stuart, hijo de la duquesa de Alba, él mismo conde de Siruela.
—Atalanta no es una editorial convencional que sigue las pautas y los usos del mercado del libro. Al plantearme este nuevo proyecto, comprendí que sólo tenía sentido si se llevaba a cabo desde un presupuesto de libertad absoluta y persiguiendo unos objetivos puramente culturales y estéticos. Sería grotesco vender tu editorial y retirarte al campo para seguir con los nervios tensos manteniendo las viejas servidumbres.
—¿Cuáles son los criterios a la hora de elegir autores y títulos?
—Desde luego no me los sopla ningún scout, ni me los propone ningún agente literario. La gran mayoría de los libros sale de una investigación personal que llevamos a cabo Inka y yo a través de bibliografías e Internet. También sacamos ideas durante nuestros viajes. Y ahí, por supuesto, suceden azares interesantes. Atalanta es un movimiento de ideas y modelos estéticos. Y por eso ideé tres colecciones para desarrollar tres ideas a mi juicio sugerentes y necesarias: la brevedad como forma literaria; la memoria como base de investigación y aprendizaje; y la imaginación como forma de entender las cosas mirando, no hacia fuera, sino dentro de nosotros.
En el catálogo de Atalanta se reúnen el excéntrico inglés Robert Aickman y el veneciano Giacomo Casanova, o dos viajeros: el polaco Joseph Conrad y el francés Vivant Denon, entre muchos otros. En el 2010 se incorporó al mexicano Salvador Elizondo; y pronto saldrá una antología de otro excéntrico nuestro: Francisco Tario.
—¿Cómo es tu relación con la cultura de México, Jacobo?
—Me interesa mucho, desde su literatura hasta su cocina. Además a lo largo de mis viajes tuve oportunidad de tratar a grandes personajes de su cultura como Octavio Paz o Alejandro Rossi, y de forma más familiar, Álvaro Mutis y Salvador Elizondo. Me divertía mucho con Elizondo y anduve años tratando de publicar un libro que por fin salió el año pasado, sin que lo viera su autor. Una lástima. Francisco Tario llegó a través de Roberto Frías. En mi último viaje al Distrito Federal compré sus cuentos completos. Es un autor que merece la pena salvar del olvido. Su literatura es potente de imaginación, refinada de procedimientos literarios y loca de invención.
—¿Cómo ves el paisaje editorial tanto en España como en México?
—Afortunadamente, vivimos muy lejos de ese paisaje. Mi estrategia vital es hacer lo contrario de lo que se hace y se habla allí. Procuro mantenerme a distancia. Por otro lado, veo un signo positivo en que florezcan con tanta naturalidad tantas editoriales nuevas y jóvenes. Son la compensación necesaria de la melancolía y voracidad que azota a las grandes y medianas editoriales.

De viaje por los sueños

Un extra del proyecto de Atalanta es que ha convertido a los editores en autores; desde Vilaür llevan a cabo investigaciones paralelas en el universo de los sueños. El libro de Inka Martí se titula Cuaderno de noche; el de Jacobo Siruela, El mundo bajo los párpados.
Explica Jacobo: “Cuando me retiré al campo tuve tiempo para escribir porque Siruela no me dejaba ni intentarlo, era una hija muy celosa que me tenía tiranizado. Cuando decidí que teníamos que independizarnos, después de terminar la segunda versión con nuevo prólogo de mi antología de vampiros, se me ocurrió escribir una historia de los sueños, de los seres dormidos. Busqué hacer un libro útil, que aportara conocimiento y a la vez aprendiera con ello. Y así empezó mi investigación, que duró seis años; en total me ha llevado ocho hacer este libro”.
Y cierra Inka Martí: “Los dos libros se complementan, incluso sin buscarlo las cubiertas han resultado ser nocturnas y resonantes. En Atalanta hay la precisión en cuanto al programa de libros que urde Jacobo, pero a la vez hay mucha improvisación. Improvisación mágica, intuición; ambos somos de naturaleza pragmática e intuitiva. Hubo un empeño por parte de Jacobo en publicar mi libro de sueños, algo que nunca tuve claro hasta que el Cuaderno vio la luz. Ahora me encanta formar parte del mundo de onironautas que describe Jacobo. De alguna manera él ha escrito un libro masculino, de reflexión y pensamiento, y yo un libro femenino, de la “mente” del corazón, el sentimiento y la intuición. Ambas son facultades esenciales y complementarias”.
El itinerario señala que a las 18:11 hay que estar de nuevo en la estación de Camallera… para llegar a Barcelona a las 20:09.
—Yo los llevo —dice Jacobo Siruela.

Agosto 2011

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lunes, agosto 01, 2011

El microbús nuestro de cada día

Eso que dice el androide en una cinta de ciencia ficción, de que ha visto cosas que los humanos ni se imaginan, podría ser aplicado al paisaje diario de los microbuses en la ciudad de México, aunque de esto hay muchísimos testigos.
Suma de asombros: un chofer puede fumarse su cigarrito y sostener una fuerte discusión por el teléfono celular mientras escucha música a todo volumen, pisa a fondo el acelerador, navega por los tres o cuatro carriles de la avenida y se pasa un alto tras otro en la competencia con sus compañeros de ver quién llega primero a la base. Esto ante la callada resignación de los pasajeros, al parecer acostumbrados al riesgo y el sobresalto; y con la ceguera habitual de los agentes de tránsito, atentos a las faltas de los automovilistas pero no de los choferes.
El microbús es territorio libre ambulante. ¿Quién se atreve a pedir que no vaya tan rápido, que frene sin brusquedad, que le baje a la música, que no se distraiga con el telefonito, que mire al frente y no las piernas de la chica a la que pretende seducir, que no eche carreritas?, ¿quién se anima a una bronca a la que se agregaría en segundos el cobrador o chalán, que no falta, más un gremio solidario, los que vienen atrás y los que van de vuelta?
¿No queda más que sufrir el microbús nuestro de cada día?, ¿y perdonar las faltas continuas de los choferes así como los de tránsito perdonan a los que las cometen? Hasta que ocurra, sí, el choque fatal.

Esquina bajan

El microbús es del que lo trabaja, y cada viaje refleja el temperamento de quien conduce. La música o el programa de radio es de su elección, así como el nivel del volumen. Hay de todo, sí, porque en la nave el que gobierna es el que lleva el volante, capitán de mar y tierra. Puede tratarse de un ser tranquilo y cordial que escucha música clásica, jazz o tontas canciones de amor (como diría McCartney), lo que es atípico; de un cristiano renovado que tararea repetitivas baladas religiosas; de un salsero furibundo, atento a la qué buena, con la música por fuera y por dentro; o un seguidor de Mariano y sus lecturas dramatizadas de filosofía positiva, un consejo nuevo en cada jornada.
—Mariano, soy Jaime.
—Jaime, qué bueno que nos hablas. ¿Qué haces, a qué te dedicas?
—Soy chofer de microbús.
—¿Vas manejando ahora?
—¡Síiiiiiiiii! (Aplausos grabados.) Saludos a mis compañeros de la ruta que me están escuchando.
El soundtrack del día lo impone el azar del microbús al que uno se ha subido. Así como el frenesí del equipo de sonido, con el que se podría organizar, en muchos casos, la fiesta de la cuadra, con un pum-pum que sobrepasa las bocinas y afecta al corazón. Alta tecnología, alta calidad de reproducción, alta sordera y nervios también muy altos.
Son las 20 horas con 57 minutos. El microbús, con vidrios polarizados, transita por División del Norte y dobla en doctor José María Vértiz hacia Salto del Agua, al ritmo de “Yo no sé mañana / yo no sé mañana”. Ocupa los primeros asientos la familia del chofer: en el de la izquierda va dormido, medio chueco el cuerpo, un chico de unos doce años; en el de la derecha cabecea una mujer con un niño de dos o tres años, también en el séptimo sueño, en brazos. El que maneja lo hace como si anduviera solo, al estilo más común: el acelerador a tope, el escape abierto, confundiendo el semáforo en rojo con el verde, y su inolvidable “yo no sé mañana / yo no sé mañana” que lo transporta, en la imaginación, al baile del fin de semana al que no sabemos si llegará.

Hay lugar para… dos

Es como una escena de Rápido y furioso: dos conductores van molestos por un compañero que se les puso en el camino, consideran que ha roto a alguna oscura regla de la ruta y quieren ponerlo en su lugar. En el semáforo de avenida Universidad y Río Churubusco estos cafres se emparejan, acuerdan que el otro no puede ir delante de ellos y en las siguientes cuadras se dedicarán a obstruirlo y rebasarlo. El que lo logre, le habrá dado su lección.
Son dos contra uno, la persecución es frenética; cuando pueden, evitan parar y que suba el pasaje. Si les tocan el timbre, se detienen a regañadientes y hacen que la gente baje casi en plena marcha. A la altura de metro Viveros casi logran el cometido; en el cruce de Miguel Ángel de Quevedo el otro toma la delantera y se brinca la parada obligatoria en donde está un restaurante de comida mexicana… Ahí lo pierden, se les va. No importa: como en la cinta de acción, la próxima será la buena. Ganar lo es todo.
El viaje en microbús es casi un deporte extremo. Hay quien propone que se usen similares sistemas de seguridad a los de las más sofisticadas montañas rusas, con cinturones de seguridad y soportes acolchonados en los hombros, necesarios por el movimiento en zigzag y las velocidades que llegan a alcanzarse. Como en Europa hay trenes de gran velocidad, habría que oficializar aquí los microbuses de alta velocidad y dotarlos del equipo necesario para su mejor funcionamiento. Aunque tendrían que estar todos los pasajeros sentados y sucede que la experiencia muchas veces se vive de pie, con el microbús repleto, agarrados a cuantos tubos se pueda y en equilibrio imposible.
¿Es parte del juego de la existencia?, ¿es una gimnasia que ayuda al ciudadano de cualquier edad, obligado funámbulo, a mantenerse en forma?, ¿se pretende crear una escuela de conductores que puedan acceder, en un futuro no muy lejano, a las pistas internacionales, según el viril ejemplo del Checo Pérez?, ¿se ha convertido aquello de que “la vida no vale nada” en divisa oficial y se permiten en las calles estos deportes de alto riesgo?, ¿es una actividad recreativa más que ofrece nuestra ciudad capital, no una manera de provocar estrés sino de soltar adrenalina?
Una vida sin riesgos no es vida; y viajar en microbús es toda una aventura.

Julio 2011

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