lunes, agosto 29, 2005

TRADÚCELA DE NUEVO, SAM

En un libro publicado en Barcelona en el 2003, Teoría y práctica de la subtitulación inglés-español, un autor de nombre curioso para alguien que se dedica al análisis de películas, Jorge Díaz Cintas, califica como “vulnerables” a las traducciones de los subtítulos puesto que (según reseñan Ana Pereira y Lourdes Lorenzo) “el texto traducido se presenta acompañado del material lingüístico original y ello hace que se vea sometido a la evaluación por parte de los espectadores que, cada vez más, solicitan traducciones ‘literales’ que no se alejen del original”.
Si en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) se escucha a Humphrey Bogart decir a Ingrid Bergman: “Here’s looking at you, kid”, uno querrá leer algo así como: “Aquí estoy, siempre mirándote, nena”, y no: “A tu salud”, como sucede en las ediciones en DVD que por años ha circulado la Warner en nuestro país. Lo mismo pasa con muchos otros diálogos importantes que los cinéfilos conocen de memoria y fueron vertidos de forma minimalista, torpe y distraída (todo eso junto) por el nefasto traductor, que parece haber trabajado con la ley del menor esfuerzo: convierte dos frases en una sola, se salta la letra de las canciones, altera los significados e inutiliza los giros poéticos... ¿Serán estas fallas parte de la vulnerabilidad propia de los subtítulos de la que habla Díaz Cintas en su estudio, o un caso simple de estolidez compartida, puesto que implica al traductor de Casablanca y a quienes lo supervisaron?
Esa solitaria frase, “Here’s looking at you, kid”, aparece tres o cuatro veces en la película, pero también es de cita frecuente a lo largo de la edición especial en dos discos. La destaca Lauren Bacall, en una suerte de prólogo, como una de esas expresiones que se han vuelto clásicas y que confirman la perdurabilidad del largometraje: e incluso se juega con ella en el corto animado Carrotblanca (Douglas McCarthy, 1995), cuando Bugs Buny —en el papel de Rick— convierte el “kid” de nena en “Kitty”, la felina esposa del líder de la resistencia: “Here’s looking at you, Kitty”. Una y otra vez, en los inverosímiles subtítulos se lee: “A tu salud”.
En España muy claramente, pero también en México, el doblaje y los subtítulos fueron por décadas herramientas de la censura. Era común, para decir un caso, omitir o suavizar las malas palabras. La revista de cine Viridiana (número 1, junio de 1991) juzga a quienes practicaron tales actividades en las épocas difíciles del franquismo como “adulteradores profesionales” porque suprimían o agregaban, simplificaban o realizaban cambios en la connotación e incrustaban diferencias semánticas, con lo que el filme terminaba siendo algo muy distinto al original. Es lo que hizo, pero en juego, Woody Allen al doblar las voces de la cinta de acción japonesa International Secret Police: Key of Keys (Senkichi Taniguchi, 1965) para transformarla en la comedia What’s Up, Tiger Lily (1966).
Bordando sobre lo mismo, en la revista Viridiana revisa Raquel Merino el doblaje español de Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock (en donde se evitó, por ejemplo, el uso de la palabra “sostén”, y fueron mutiladas dos declaraciones de amor de Scottie a la falsa Madeleine, una en el acantilado y otra en las caballerizas, esenciales para la película), y lo encuentra anodino y falto de expresividad, y concluye: “En un producto cinematográfico completo, redondo como éste, parece más que descuido, torpeza, y más que prisa, desprecio, el ignorar que la lengua juega un papel importante, y que oscurecer y deslucir el brillo y sutileza del diálogo original no es permisible ni aconsejable, puesto que así se priva al público de parte del filme que el director y su equipo realizaron”.
La fórmula de Merino le queda bien a los subtítulos vulnerables del DVD de Casablanca: más que descuido, torpeza; más que prisa, desprecio. Lo inverosímil es que el antiguo videocaset, con una tipografía tosca y algunas faltas ortográficas, respetaba los diálogos originales (incluidas las letras de las canciones), y habría sido relativamente sencillo para la Warner volver a esa traducción y perfeccionarla. Se tiene ahora una mejor calidad en la imagen por la transferencia digital, mas ese paso adelante va acompañado de un salto atrás en los subtítulos. Rick ya no dirá: “De todos los bares de todos los pueblos del mundo ella tuvo que caer en el mío”, sino: “De todos los cafés en todo el mundo, ¡ella entra al mío!” O en la despedida en el aeropuerto, cuando Rick le dice a Ilsa: “No tengo un alma de héroe pero nuestros problemas personales no son nada comparados con los que sufre este mundo loco”, en el DVD es un tristísimo: “No soy muy noble pero veo que nuestros problemas significan poco”, que debería dar paso a un final: “Aquí estoy, siempre mirándote, nena”, convertido de nueva cuenta en esa pesadilla del “A tu salud”.
¿Será que se toma algo secundario como primordial? ¿Hay quien puede disfrutar de Casablanca sin detenerse en estas incoherencias de los subtítulos? Similar extrañamiento ocurriría al afrontar una edición literaria bilingüe en donde la versión en español coincidiera mínimamente con el texto original impreso en la página izquierda, lo que implicaría un fracaso rotundo del traductor puesto que este tipo de volúmenes se arriesgan al ejercicio comparativo. En lo que respecta a Casablanca, una cinta de memoria sentimental tan entrañable, enorme disparadora de arquetipos, habría que solicitar a la casa productora y distribuidora: “Tradúcela de nuevo, Sam”.

Agosto 2005

domingo, agosto 21, 2005

LA OSCURIDAD VISIBLE

Así como hay una escritura secreta, estirpe prestigiosa (por íntima o personal) a la que Javier García-Galiano dedicó un artículo en estos espacios milenarios, hay un tipo totalmente contrario de literatura: aquella que está en todas partes, tanto en esos mostradores que se colocan junto a las cajas de cobro de los restaurantes o en las blanquísimas islas de los superpermercados e, incluso, en las librerías... y a la que ciertos lectores con información difícilmente se acercarían. En una colección de relatos (Planos paralelos, Minotauro, 2005) que se entrelazan a la manera de las ciudades invisibles de Italo Calvino, propone Ursula Kroeber Le Guin (autora secreta) este apunte: “Las tiendas del aeropuerto no vendían libros, sólo bestsellers”.
Aunque se corre el riesgo de arribar a actitudes censoras, cabe esta pregunta: ¿cómo distinguir entre las zonas válidas, es decir aquellos ejercicios creativos en donde el lector es algo más que un consumidor idiota, y las ficciones comerciales? Aquí ocurre lo que señalaba Monterroso acerca de las personas de baja estatura: se reconocen entre ellas sobre todo por la forma de mirar. Muchas veces desde la portada, un bestseller tiene pinta de bestseller.
A manera de gimnasia repasemos un catálogo de novedades e indaguemos, así sea de modo superficial y a riesgo de ingresar en terrenos pantanosos, en las virtudes de los autores de éxito. Está, primero, la sección de autoayuda, en donde destaca la pluma generosa de Brian Weiss, un médico graduado en Yale que ha ocupado el cargo de jefe de siquiatría en un centro médico llamado Monte Sinaí de Miami Beach —¿Monte Sinaí?— y dicta cursos en América y Europa acerca de sus experiencias en terapias de regresión de vidas pasadas (¿bajo la inspiración de Maurice Maeterlinck?), cuya obra es amplia pero acaso no muy original a la hora de buscar títulos: tiene un Muchas vidas, muchos maestros que puede leerse junto con Muchos cuerpos, una misma alma, quizá una progresión en sus muchas investigaciones; también ha elaborado A través del tiempo y Espejos del tiempo, además de Eliminar el estrés, Meditación y —¡ay!— Lazos de amor. De Weiss se suelen citar estas frase célebres no inventadas por Guillermo Sheridan (lector atento de la obra de René Avilés Fabila, su estricto contemporáneo) ni obtenidas de un canal televisivo religioso o una película de George Lucas: “El mal existe pero las fuerzas del amor, la compasión y la bondad son poderosas”; y “Nuestra vida en la Tierra es sólo un lugar entre otras dimensiones”.
Habrá, no obstante, quien se sienta cómodo leyendo a Weiss, que ha ayudado a muchos a reconocer (o recorrer, en una Disneylandia espiritual) sus vidas pasadas. Se cuenta que Woody Allen tomó durante un fin de semana terapia con este eminente siquiatra en un mall neoyorquino, y el cineasta supo así de manera científica que era reencarnación de Cristo, Buda y uno de los simios que aparecen al comienzo de 2001: una odisea del espacio.
Mas Brian Weiss tiene compañía, también está Elizabeth Kübler Ross, afín a aquél en cuanto a sus títulos poco creativos: La rueda de la vida, Lecciones de vida y Una vida plena; o el siempre clásico Richard Bach, autor de Ilusiones y Juan Salvador Gaviota.
Sin quererlo, se deslizó por ahí una definición posible: los escritores de bestsellers son autores de ilusiones, espiritistas o equilibristas literarios más que espiritualistas. (Lo que recuerda una anécdota de Felisberto Hernández: en su relato “El cocodrilo” el personaje es vendedor foráneo de medias para dama de la marca Ilusión, y se le ocurre una campaña de su producto que podría tener el lema siguiente: “Todas las mujeres anhelan una media Ilusión”.)
Los acercamientos a los libros son intutivos pero también suelen tener el oriente de recomendaciones. Hay, además, un monólogo mental a la hora de tomar uno de estos u otros volúmenes, y valorar si se podría dedicarle el no siempre abundante tiempo libre o tiempo libro. A El padrino de Mario Puzo va quien tiene la curiosidad de saber qué letras dieron origen a la saga de Francis Ford Coppola, que éste filmó por encargo; pero qué haría uno con Noah Gordon, cuyo nombre remite a un centro nocturno ensalzado en una canción de Juan Gabriel, o con Anne Rice y sus obras vampíricas, o con Gordon Thomas y sus investigaciones históricas, o con Deepak Chopra, Albert Clayton Gaulden, Sara Ban Breathnnach y Joan Brady y tantos más.
Un poco por sentirse partícipes de un engaño, los editores de bestsellers separan en sus catálogos los tomos de esta especie de aquellos que consideran ellos mismos “otra cosa”, como para decir: de esto vivimos pero también tenemos gusto literario y sabemos quiénes son Isaac Bashevis Singer, Doris Lessing y Tom Wolfe. Aíslan en cierta forma lo digestivo de lo vomitivo.
Hay quien respeta a los autores de bestsellers por juzgarlos como escritores profesionales, pero se olvida que estos seudogurús o profetas de centro comercial trabajan con fórmulas ya probadas y que su objetivo último no es transformar a nadie ni dialogar con nadie sino vender: no crean obras valederas, mercadean con la palabra. Muy pocas veces, como por accidente, hacen algo de mérito, pero llegan a hacerlo.
Quienes defienden al libro por sí mismo, sin atender los contenidos, deberían distinguirlo de esas obras producidas con meros y notorios fines de lucro, para que en las librerías no haya sólo bestsellers sino también libros.

Agosto 2005

martes, agosto 16, 2005

EL COCTEL IMPERIAL

Acompañada por su hijo de nueve o diez años, una mujer revisa en una tienda las novedades cinematográficas en DVD. Se detiene en la caja de El principito (The Little Prince, 1974), el musical de Stanley Donen, y le dice al pequeño: “Mira, ya no vas a tener que leer el libro”. Comentario que proporciona a ambos un gran alivio: gracias a la película se salvarán de esforzarse con la letra impresa.
La cinta, no obstante, llevará a este neoanalfabeta a una experiencia que podría causarle enorme desconcierto. En la era post Michael Jackson, ¿cómo entender la fascinación que despierta en un grupo de adultos la presencia de un diminuto príncipe, en un enamoramiento que no se atreve a decir su nombre?, ¿qué tanto inquieta hoy la mirada lasciva de Gene Wilder (en su papel del zorro), que desea comerse vivo al guapo niño rubio? El tiempo ha operado en contra de esa obra musical, el mero desequilibrio en las estaturas hace que los bailes entre el principito y los “mayores” adquieran connotaciones malévolas. Tres décadas más tarde lo cándido se vuelve perverso, y el largometraje de Donen, acaso de una manera no prevista por el realizador, se transforma en una extraño rito con tintes de pedofilia.
En este caso, la adaptación no resistió el segundo paso: el primero fue la idea de llevar el libro del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry a la pantalla, lo que debía ejecutarse con sumo cuidado para no despertar sentidos equívocos quizá de algún modo latentes en el relato; lo siguiente fue hacer de El principito una película con canciones y bailes, régimen que descubrió una sensualidad peligrosa. Otra mala decisión fue acudir en su mayoría a actores sin experiencia dancística, y que improvisan coreografías infames con el niño actor (Steven Warner). La excepción es la notable secuencia de Bob Fosse como serpiente, pero se trata de alguien que entiende la gramática del cuerpo y en su participación elude las oscuridades, elementos que no distinguieron los demás implicados. ¿Será que la malicia no está en la cinta sino en quienes la observan ahora?, ¿podía prever Donen el riesgo de que su película se convirtiera en un filme de culto... sólo para el Neverland de Michael Jackson?
Olvidarse del libro y confiar en la cinematografía tiene sus consecuencias. Puede accederse a esa ingenua turbiedad de El principito en la versión de Donen o, en el mismo espectro de las relaciones intergeneracionales, a una pieza tan inquietante como Los inocentes (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, que adapta Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898), de Henry James, y en cuyo guión colaboró Truman Capote. El largometraje logra incluso un equilibrio entre dos zonas de difícil convivencia, lo psicológico y lo fantástico, que acaso no tiene la novela de James, en donde vence la psicología.
Adaptar una obra literaria implica, pues, meterla a la coctelera. Se depende en mucho de quien está del otro lado de la barra: puede ser alguien como Alfred Hitchcock, que trabajaba libremente aislando algunos motivos de las novelas, y creando otros nuevos, para hacer una cinta con su sello; o un Stanley Kubrick, que tomaba la novela tal cual y buscaba su traducción casi exacta a imágenes; o un Donen musical y equívoco; o un Clayton iluminado que le da otra vuelta a la tuerca de Henry James; o el poderoso grupo de Coppola, Lucas y Spielberg & Co., que terminará haciendo una bebida comercial y patriotera, el único coctel que saben preparar...
Aún en exhibición está Guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), de Steven Spielberg, basada en la novela de H. G. Wells publicada en 1898, y que como una falsa seña de fidelidad al texto literario arranca de la misma manera (con voz en off a cargo de Morgan Freeman), con una mínima actualización cronológica: “Nadie hubiera pensado en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo era observado cercana y rigurosamente por seres más inteligentes que el hombre, aunque tan mortales como él”.
De entrada lo que Spielberg omite es el mensaje central de la novela, y que se desprende a su vez del epígrafe a la primera parte extraído de la Anatomía de la melancolía de Burton, que es entre otras cosas una colección de citas. La que Wells toma es de Kepler: “¿Pero quién vivirá en estos mundos si están habitados?... ¿Son ellos o nosotros los Amos del Universo?... ¿Y cómo es que todas las cosas están hechas para el hombre?” Esto lleva a Wells a lo que sigue: antes de juzgar a los marcianos duramente se debe recordar la destrucción (cruel y absoluta) que la especie humana ha provocado no sólo entre los animales sino también sobre las consideradas razas inferiores, como los tasmanios. Y se pregunta: “¿Acaso somos nosotros los apóstoles misericordiosos adecuados para quejarse de que los marcianos luchen con el mismo espíritu?” Esta reflexión se convierte en un motivo a lo largo del relato, ausente en la cinta de Spielberg. El único reflejo de la pequeñez humana estaría en el protagonista, Tom Cruise, de baja estatura, obrero competente (el mejor en su especialidad, según el socorrido esquema de Hollywood) y padre descuidado que gracias a la invasión (y a los inverosímiles rescates que logra) descubre la importancia de la familia...
A Spielberg no le interesa H. G. Wells, se sirve del escritor para reiterar los viejos valores del atemorizante imperio americano.

Agosto 2005

martes, agosto 09, 2005

KLOSSOWSKI, LAS LEYES DE SU HOSPITALIDAD

Los datos básicos apenas alcanzan a dibujar los contornos de una obra. Nació el 9 de agosto de 1905 en París y fue registrado como Pierre Klossowski de Rola. Tres años después vino al mundo su hermano Balthasar, luego conocido como Balthus. Éste se desarrollaría en la pintura; aquél, como traductor (de Virgilio, Hölderlin y Nietzsche), ensayista y novelista, e ilustrador de sus figuraciones narrativas. Murieron ambos en el 2001: uno, Balthasar, el 18 de febrero; y el otro, Pierre, el 22 de agosto
En su juventud —cuenta Juan García Ponce, el gran divulgador en México de sus trabajos— Pierre Klossowski gozó de la cercanía y amistad de Rainer Maria Rilke y André Gide. “En 1924 traducía ya, en colaboración con Pierre Jean Jouve, los Poemas de la locura de Hölderlin; pero la realización de su propia obra sigue un camino lento y sinuoso.”
Se liga a los fundadores de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis, el doctor Laforgue y María Bonaparte. El filósofo Jean Wahl lo anima a publicar sus primeros trabajos sobre Sade. Desde 1934 es amigo de Georges Bataille, quien lo acerca también a André Breton. “Después, una crisis religiosa lo lleva a abandonar el mundo. Es novicio dominico y estudia en las facultades católicas de Lyon y París. No regresará a la vida laica gasta 1945. En 1947 se casa y publica su primer libro: Sade mon prochain.”
Se diría que el erotismo (Bataille, Sade) es su norte, y el sur es la religión. En ese entrecruzamiento de cuerpos físicos y espirituales nace una trilogía narrativa después ordenada, en 1965, como Las leyes de la hospitalidad (Les lois de l’hospitalité), y cuyas estancias son: Roberte esta noche (Roberte ce soir, 1953), La revocación del Edicto de Nantes (La révocation de l’Édit de Nantes, 1959) y El apuntador o el teatro de la sociedad (Le Souffleur ou le Théâtre de société, 1960), que podrían regirse por el siguiente epígrafe: “Nuestra lucha no es contra la sangre y la carne, sino contra el poder espiritual de maldad que se encuentra en los ámbitos celestiales”.
Antes, en La vocación suspendida (La vocation suspendue, 1950), se fijan ya los deberes del artista. Escribe, por ejemplo: “El arte parece consistir en seguir los pasos de la Providencia, si puedo decirlo así, pues si los caminos de Dios son imprevisibles, es necesario que lo sean absolutamente para el lector y muy pocas veces ocurre que el autor, si quiere verdaderamente hacer obra de novelista, logre a la vez sorprender y convencer”.
Y también: “Pues el artista, si lo es verdaderamente por necesidad interior, demuestra y prueba siempre una realidad más allá de toda estética pero también de toda moral, y no puede no dar testimonio de una vida superior a la vida”.
Lo imprevisible suele presentarse en la figura del “otro”, que encuentra su cifra en esta sencilla frase: “Cuando mi tío Octave tomaba en sus brazos a mi tía Roberte, no hay que creer que era el único en hacerlo”. Esta circunstancia del tercero como compañía de la pareja amorosa crea las llamadas “leyes de la hospitalidad”, expuestas en Roberte esta noche como una serie de principios que involucran al anfitrión, la anfitriona y el invitado, que son los participantes de un contramisterio o una mistificación, ya que “la esencia divina se explicita en tres personas que no son tres esencias sino una sola, puesto que no hay más que una esencia divina”.
Roberte, el ser femenino esencial, es palabra y figura. Esa primera novela de la trilogía fue ilustrada con seis dibujos del autor (otra faceta de su creatividad); en uno, misterioso, Roberte parece ser atacada por un hombre que le arranca un vestido en llamas. En el texto se explicará, no obstante, que Roberte se acercó imprudentemente a una chimenea, y él personaje que aparece de espaldas corrió a salvarla cuando vio que sus ropas se incendiaban. Esto será considerado por el sobrino Antoine como un “accidente”, y por el marido de Roberte, Octave, como un “incidente”.
Mas Roberte suele ser el centro de triángulos sucesivos, como se ve en las ilustraciones: atacada por un militar y un enano, o abrazando cariñosa y casi maternalmente al sobrino, que la desea, ante la complacencia de Octave. Alza Roberte la mano derecha y señala hacia el cielo, como indicándole al muchacho el punto al que ha de aspirar.
El erotismo en Klossowski es deseo de espíritu y de carne. La teología se erige, también, como pornografía. Define, al respecto, García Ponce: “El lenguaje de la teología se ha pervertido apartándose de su desaparecido objeto original, tal como maravillosamente lo hemos visto en la acción de Roberte ce soir, manifestándose como cuerpo de la obra. El cuerpo se ha hecho objeto de la pornografía porque nadie garantiza la coherencia única en la que podría mostrarse la identidad única también del yo que aloja. La perversión tanto de la teología como del cuerpo en la pornografía es la única regla posible de la vida. Octave, el artista, es un perverso no por las reglas que aduce la normalidad desde la que habla Antoine al principio de Roberte ce soir, sino porque ésta es una exigencia inevitable para hacer sentido sin renunciar al sinsentido de la vida”.
La perversión, pues, no pierde sino salva a los personajes de las novelas de Klossowski. En La revocación del Edicto de Nantes se alternan los diarios de Octave y Roberte, esquema que retomaría García Ponce en su novela De Anima (1984), con los apuntes de Paloma y Gilberto... A propósito de esta relación intelectual entre García Ponce y Klossowski, se contaba en la década de los setenta una anécdota (acaso inventada pero esencialmente cierta) según la cual la mujer de García Ponce un día le reclamó: “¡Ya estoy harta! ¡Si lees, lees a Klossowski; si traduces, traduces a Klossowski; si escribes sobre artes plásticas, escribes sobre los dibujos de Klossowski; y si haces tus novelas, las haces como las novelas de Klossowski!”, para llegar a este ultimátum: “¡O Klossowski o yo!” El narrador dejaba la respuesta en suspenso sólo unos segundos, para al final decir: “¡Pues Klossowski!”
Juan García Ponce y Michele Alban tradujeron para la editorial Era La vocación suspendida, Roberte esta noche y La revocación del Edicto de Nantes, y García Ponce escribió Teología y pornografía: Pierre Klossowski en su obra: una descripción (1975). En 1980 Raúl Falcó tradujo para la UNAM Orígenes cultuales y míticos de cierto comportamiento entre las damas romanas (publicado originalmente en 1968), en donde Klossowski se propuso demostrar que “la licencia, el desenfreno y lo que comúnmente se ha dado en llamar erotismo romano, nunca dejaron de tener su referencia en los mitos y la vida religiosa”.
Espíritu y carne, puntos cardinales de una escritura.

Agosto 2005
EL LENGUAJE DE LA CÁMARA

No es lo mismo, claro, que la industria cinematográfica dirija sus ejércitos multimillonarios contra una novela y la adapte para sus propios fines comerciales e ideológicos (como sucede con Coppola, Lucas y Spielberg cuando se interesan en Joseph Conrad o H. G. Wells) a que un artista realice ese proceso de apropiación de un texto literario y consiga los espacios idóneos para trabajar en absoluta libertad (piénsese en Stanley Kubrick o en David Cronenberg en sus versiones de Nabokov y Burroughs). En lo que respecta a Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979), por la magnitud del proyecto Francis Ford Coppola tenía encima tantos compromisos económicos que difícilmente habría arriesgado su inversión con un tono crítico manifiesto: según se refiere en El libro de Apocalypse Now (Peter Cowie, 2000), envío incluso una carta tranquilizante al secretario de Defensa de los Estados Unidos Donald Rumsfeld y realizó una proyección especial de la cinta en la Casa Blanca, para recibir enseguida el paternal “visto bueno” de Ronald Reagan.
Las deudas, quizá, o su nacionalismo, a lo mejor, o ambas cosas juntas demandaron a Coppola que toda denuncia de la barbarie estadounidense en Vietnam fuera “eliminada con extremo prejuicio”, con órdenes similares a las que recibe Willard cuando se le pide buscar a Kurtz en el corazón de la selva. Al preguntarle en Cuba por qué esa actitud final acrítica, respondió Coppola: “Dije que amo a América y no me voy a poner dogmático”. Para Michael Herr, quien perfeccionó el relato con voz en off que estructura el largometraje, “todos los problemas vinculados a Apocalypse Now nacen de la imposibilidad de llevar a Joseph Conrad a la pantalla. Es un escritor puramente literario. No se puede transferir a la pantalla su sublime ironía”.
Más allá de los poderes de la fábrica hollywoodense, he ahí tal vez una clave: lo puramente literario debe volverse puramente cinematográfico, esto cuando no se trata de adaptaciones fingidas sino reales. Ocurre así, por ejemplo, con Stanley Kubrick: la Lolita (1955) de Vladimir Nabokov es casi exactamente la Lolita (1962) del cineasta; Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999) refiere escrupulosamente las mismas circunstancias emocionales que el Relato soñado (Traumnovelle, 1926), de Arthur Schnitzler.
En el caso de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962), de Anthony Burgess, le ocurrió a Kubrick que leyó la edición equivocada: el escritor había dividido su novela en tres partes de siete capítulos cada una, 21 capítulos en total, mas un editor neoyorquino consideró que el último episodio salía sobrando, y Burgess aceptó en ese momento porque no tenía otra opción y necesitaba el dinero que le ofrecían como adelanto. Sin embargo en Inglaterra la novela se publicó sin esa mutilación, aunque muchas traducciones (la española de Minotauro entre ellas, ya corregida) se basaron en el tomo neoyorquino, que fue el mismo que Kubrick leyó y adaptó en 1971. Interesaba a Burgess que el proceso de maduración o crecimiento de su protagonista concluyera, por lo que debía llegar a esa cifra de 21 capítulos, dado que a los 21 años se tenía derecho a votar y se asumían las responsabilidades de un adulto. Alrededor de lo mismo piensa el narrador que “no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales”. Esto lo lleva a concluir que la Naranja norteamericana o de Kubrick son fábulas, y que la británica o mundial (pero no en todo el mundo) acaba por redondearse como novela.
Aunque la película de Kubrick es extraordinaria. Y tal vez al texto le sea imprescindible ese equilibrio de tres partes y 7 capítulos cada una, pero al filme no porque éste transcurre como continuidad y los 136 minutos que dura parecen adecuados para desarrollar al protagonista y dejarlo en ese punto inquietante en que Alex se siente curado de su tratamiento pacificador.
Suele asegurarse que Alfred Hitchcock tomaba de las novelas y las obras de teatro que adaptaba sólo algunos motivos, y los desarrollaba a su manera, pero esto no es del todo cierto. O no fue siempre así. Se sentía más cómodo, es verdad, con el bestseller, al que no respetaba porque se trata por lo general de relatos desarticulados que él podía estructurar para convertirlos en una “Hitchcock movie”... pero también adaptó a Joseph Conrad y a Patricia Highsmith. En las conversaciones con Truffaut confiesa, primero, su método de trabajo: “Yo leo una historia sólo una vez. Cuando la idea de base me sirve, la adopto, olvido por completo el libro y fabrico cine”; aunque marca sus distancias con la impunidad adaptativa ante las grandes obras: “Lo que yo no comprendo es que alguien se apodere realmente de una obra, de una buena novela cuyo autor ha empleado tres o cuatro años en escribir y que constituye toda su vida. Se manipula el asunto, se rodea uno de artesanos y de técnicos de calidad y ya tenemos candidatura a los ‘oscars’, mientras que el autor se diluye en segundo plano. No se piensa más en él. [...] Si coge usted una novela de Dostoievski, no sólo Crimen y castigo sino cualquiera, hay muchas palabras en ella y todas tienen una función. [...] Y para expresar lo mismo de una manera cinematográfica, sería preciso sustituir las palabras por el lenguaje de la cámara y rodar una película de seis horas o de diez horas; en otro caso no sería serio”.
Por desgracia, lo no serio tiende a prosperar.

Agosto 2005

lunes, agosto 01, 2005

VIAJE AL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

La idea, por extravagante, puede llamar a la risa. Véase si no. En la caja del Episodio III de la saga de ciencia-ficción Guerra de galaxias (Stars Wars), de George Lucas, o en el paquete completo con los seis largometrajes (de seguro próximo lanzamiento en formato DVD), podría colocarse un cintillo con esta leyenda: “Basada en una novela de Joseph Conrad”. Y aunque el resultado no esté a la medida del original literario, tampoco se faltaría a la verdad. Un crédito similar debió llevar Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979), de Francis Ford Coppola, que incorpora directamente elementos de El corazón de las tinieblas (Hearth of Darnkess, 1902), de Conrad, pero el director evitó reconocer en la pantalla al texto en el cual se basaba e incluso colocó su nombre (el de Coppola) junto al del guionista John Milius, para disgusto de éste, como enfatizando el proceso de apropiación del tema por parte del cineasta durante el largo y fatigoso rodaje en Filipinas.
Es decir, Milius leyó la novela de Conrad y trabajó en su adaptación, ubicándola en el entorno de la guerra de Vietnam y pensando en ese momento que la dirigiría su amigo George Lucas, con el título tentativo de El soldado sicodélico (The Psychedelic Soldier). Más tarde recibió Coppola el guión y añadió tantos elementos que terminó por pensar que la historia era suya casi por completo, o que una parte considerable le pertenecía, una menor a Milius y otra, mínima, al novelista de origen polaco... Y en lo que respecta a Lucas, éste creyó partir de Conrad y Vietnam al esbozar esa historia intergaláctica de un imperio que ataca y saquea a planetas menos poderosos, lo que de algún modo (muy muy lejano) convierte a sus héroes en líderes fantásticos del Vietcong, y al coronel Kurtz en una encarnación primera de Darth Vader.
En el cruce de caminos entre el texto y la imagen, por lo regular las pérdidas mayores son para la literatura. Así ocurre cuando Hollywood decide adaptar una obra clásica, lo que más bien parece un ajuste de cuentas. El resultado puede ser tan grotesco como la Guerra de las galaxias, absurda saga de matiné; o tan oscuro como Apocalipsis, cinta muy respetada pero que igual muestra tantas sinuosidades como el río Nung por donde viajan sus protagonistas: no se sabe si exaltación o repudio de la guerra, si condena o apología de la rapiña. En la secuencia final el capitán Williard (Martin Sheen) se enfrenta a Kurtz (Marlon Brando), y este último parece acompañar al director cuando sentencia: “He visto horrores, horrores que tú también has visto. No tienes derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme, tienes derecho a hacer eso. Pero no tienes ningún derecho a juzgarme, porque lo que nos vence es juzgar”.
Antes, en la visita que Williard y sus acompañantes de la patrulla hacen a un plantación francesa (en la versión redux), a él lo reconforta y disculpa Roxanne (Aurore Clément) al entenderlo como una dualidad. Tú eres dos, le dice, uno el que ama y otro el que mata.
Estas ideas parecen estar en la base misma del enfoque de Coppola, a quien vence acaso la fascinación por el espectáculo de la guerra (el ataque en helicópteros a ritmo de Wagner, la selva que estalla por el napalm, el surfeo en medio de la batalla) y olvida ese tímido arranque por hacer un filme en donde serían exhibidas las atrocidades del ejército “americano” en Vietnam... cinta basada originalmente en El corazón de las tinieblas que era, esta sí, denuncia de la rapiña civilizatoria. Para Charles Marlow, personaje conradiano, lo que en Europa se llamaba la “conquista de la tierra” significaba, más bien, “arrrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros”.
Marlow en la novela va por Kurtz no para asesinarlo sino para rescatarlo de la selva. Conrad no perdona la rapacidad, la juzga reiteradamente, aunque trata de rastrear sus orígenes. Lo dice así el protagonista: está intentando entender al señor Kurtz, pues piensa que toda Europa contribuyó a hacer al señor Kurtz.
La selva le habla a Kurtz y le murmura “cosas acerca de sí mismo que desconocía, cosas de las que no tenía idea hasta que no oyó el consejo de esta enorme soledad”. La perspectiva de Conrad de las ciudades europeas se modificará: la rapacidad cambia el modo de mirar a la supuesta civilización. Marlow dirá por eso de Londres —“la ciudad sepulcral”— que ha sido también uno de los lugares oscuros de la tierra, pues no es cierto que la barbarie esté allá y la cultura acá. Amenazar es también verse amenazado. El viaje al corazón de la noche es, en realidad, un periplo: el reencuentro con las raíces y la posibilidad de mirar el rostro menos agradable de sí mismo.
Kurtz, en la novela, susurra con voz temblorosa: “Yazgo aquí, en la oscuridad, esperando la muerte”. Y grita luego, pero calladamente, un grito no más fuerte, dice Conrad, que una exhalación: “¡El horror! ¡El horror!”
Mas el horror en Conrad es distinto al horror de Coppola, quien al fin sólo buscó hacer —según propia confesión— una película de entretenimiento, “amplia, espectacular, a una escala de acción y aventuras épicas”, fascinado por “la extraordinaria imaginería de la reciente guerra de Vietnam”. Ni antibelicista ni antinorteamericano. Lo que Coppola anhelaba era “el éxito”.
La cifra última de este enredo literario-cinematográfico es simple: el corazón de las tinieblas, o uno de sus centros más sensibles, es Hollywood.

Agosto 2005