miércoles, septiembre 29, 2004

DE FUSILAMIENTOS

Cipriano Campos Alatorre publicó en vida un solo libro, Los fusilados, por una editorial Sur que el Diccionario de Escritores Mexicanos —a cargo de Aurora M. Ocampo— ubica en la ciudad de Toluca. Esto en 1934, el año que en numerosas fuentes se da como el de su muerte y que parece no serlo.
En el cuento de su amistad con el narrador, Efrén Hernández dice haberse enterado de que Cipriano había fallecido porque leyó la mala noticia en Revista de Revistas... Con este dato María de Lourdes Franco, investigadora de Centro de Estudios Literarios —que preparaba Bosquejos, reunión de la prosa crítica de Efrén Hernández—, dio con el artículo “Un novelista malogrado por la muerte: Cipriano Campos Alatorre”, de Roberto Acevedo S., aparecido el 19 de febrero de 1939 en el número 1500 de Revista de Revistas, y que para la investigadora “demuestra que su muerte acaeció en ese mismo mes y año en Tenancingo, Estado de México”.
El libro único de Cipriano Campos Alatorre abría con el relato homónimo del título, que recoge insantáneas de un grupo de amigos en caravana con la gente de Eufemio Zapata y huyendo de las fuerzas carrancistas. Tras los hombres, van las soldaderas. Una fallece de insolación y otra da a luz. Agita “sus piernas flacas, con la piel rugosa y extrañamente amoratada, el recién nacido, cuyas manos y pies, absurdamente pequeños, parecían los miembros de un feto viviente”. La mujer se incorpora, toma al niño en sus brazos, lo mira largamente y le da un “seno marchito y amarillo como una vejiga desinflada”. El capitán Fragoso le ofrece su caballo a la recién parida. Se desata un aguacero torrencial. En algún punto del camino tira la madre al bebé, quizá ya muerto; y luego muere ella... “Tierras por aquí y tierras por allá. Y al final del cuento no adquirimos más tierra que en la que nos caemos muertos.”
Este de “Los fusilados” es el primer relato del libro, el más extenso e intenso. El drama va enlazado con el humor. Uno de los personajes echa a correr con tres heridas de machete en la espalda, e interpreta luego una curiosa danza con su ejecutor en los alrededores de un maguey: caen las pencas por los machetazos y casi cae un brazo por un golpe certero, hasta que el hombre entero se derrumba: “Bajo la roja tragedia del ocaso, era igualmente doloroso el cuadro del hombre mutilado, y el maguey, con sus pencas vigorosas y verdes, destrozadas...”
A esta historia le seguía “María Concepción Curiel: confesiones de una taquimecanógrafa”, divertido aunque simple, en donde la protagonista aspira a que se le reserve un puesto de honor en el Senado pues cumple la honrosa labor de intimar con sus jefes. Y otros tres cuentos: “El profesor Meraz”, un asomo de Cipriano a su oficio de maestro rural y a la pirámide de la corrupción (ya entrevista en el texto anterior); “Un amanecer extraño”, que refiere el despertar de una pareja de amantes y el desencanto de ella al negarse el hombre por cobardía a alejarla del marido tísico; y, finalmente, “El matón de Tonalá”, que insiste en el asunto del miedo, ahora disfrazado por una fama equívoca.
La edición de América, de 1952, modificó el orden de los textos y agregó “Un domingo de Pascua” y el fragmento de la novela inconclusa Raquel Estrada. Cipriano se encaminaba al dibujo del desánimo posrevolucionario por el pronto restablecimiento —con sus torceduras institucionales, en vías hacia la dictadura perfecta— del régimen porfirista. En una nota de los editores (el mismo Efrén Hernández y Marco Antonio Millán), se aclaraba que el material reunido no era lo único ni lo mejor de Cipriano, “sino sólo la parte de su obra que nos queda, pues él mismo, en algún arrebato de comprensible desolación, y a modo de protesta en contra de un medio impío e inepto, se puso a destruir lo no editado”, que fue precisamente lo que empezara a señalar su entrada a sus días de realización y madurez.
Me platica ahora el crítico literario Fernando García Ramírez que hace como quince años, intrigado por la personalidad de este autor, se puso a rastrear los cuentos de Cipriano en diversas revistas de la época. “Aparte de los seis cuentos conocidos, logré encontrar cuatro nuevos. En ese tiempo entregué el material a EOSA, una editorial que le vendía libros a Novedades. Junto con un prólogo. No se si llegaron a publicar el volumen.”
Al parecer no lo hicieron. Y García Ramírez no guarda copias. Habría que indagar el destino de esos originales con Emmanuel Carballo, que dirigía la colección literaria de EOSA.
En 1990, Jaime Erasto Cortés propuso a Cipriano Campos Alatorre para la tercera serie de Lecturas Mexicanas (número 18), pero escogió el libro de 1934, no el de 52 de América, sin duda más completo; y olvidó también, por lo mismo, el prólogo de Efrén Hernández, cosas ambas realmente absurdas. Se lee así a Cipriano ignorando quién era y por qué murió tan joven, sin el cuento extra ni su fragmento de novela.
Las únicas notas positivas que pueden darse de Cipriano Campos Alatorre son, una, que ya tiene calle en Guadalajara; y dos, que en su natal Tapalpa, Jalisco, es considerado personaje ilustre.

Septiembre 2004

miércoles, septiembre 22, 2004

EL CUENTO DE CIPRIANO

Miraba Efrén Hernández el escaparate de una librería, pues se le antojaba un título que estaba ahí expuesto pero no sabía si le iba a alcanzar para comprarlo (nunca fue un hombre de mucho dinero), cuando en el reflejo del cristal vio la figura pálida de Cipriano Campos Alatorre. “¿Qué te sucede?, ¿qué haces? Cuenta, viejo, nadie sabe de ti.”
Tiempo atrás, en la oficina de publicaciones de las Secretaría de Educación Pública, había ido Cipriano a conversar con Salvador Novo, que era el jefe de Efrén Hernández, Carlos Pellicer y Xavier Vilaurrutia. No lo vio Efrén ese día, porque estaba distraído revisando algunas pruebas tipográficas, pero salió Novo de su despacho a comentar la visita. “Ese joven es un genio”, dijo muy serio. Otro que trabajaba ahí, don Valerio, terció: “Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron, al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y... Bueno. No debería fijarse uno en estas cosas; mas, lo cierto es que me quedé penando en los parches de sus pantalones”. Insistió Novo: “Pues es un genio”, y le dijo a Efrén Hernández: “Hablamos de usted. Si vuelve, se lo presento.”
Dio entonces Novo las señas de Cipriano Campos Alatorre: se llama de este modo y de este otro, nunca hasta entonces lo había visto... Y dijo haber escuchado trozos de una novela inédita que Novo consideró como admirable.
Ahí quedó el asunto. Le extrañó a Efrén Hernández que las presentaciones no se hubieran realizado en el momento; y que la historia del encuentro se la hubiera contado Novo sobre todo a él, y no a Vilaurrutia o a Pellicer. Con esa duda se fue a su casa, que era un cuartito rentado, y por la tarde escuchó un tan tan en la puerta que lo puso a sospechar: “No sea Cipriano”.
Y, en efecto, era él, abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas, muy trigueño, con su mismo y único traje, negro verdeante de gastado. Comenzó entonces un diálogo de meses, que tuvo como escenarios el cuarto humilde donde vivía Efrén Hernández, las calles y los jardines públicos de la ciudad de México, los cafés de chinos, el cuarto humilde de Cipriano, su escuela rural de Xochimilco... Compartieron miserias y asombros. Hasta que un día Cipriano Campos Alatorre desapareció.
Lo reencontró Efrén, así, él mirando el escaparate de la librería por un título que deseaba tener y sin saber si con las monedas que traía le alcanzaba para comprarlo. “¡Cipriano!”, celebró Hernández. “Tachitas”, respondió el otro. Pero la conversación no fluyó como en anteriores ocasiones. Cipriano quería huir, no se sentía bien. “Déjame”, le decía a Efrén, “déjame.” Pero Efrén lo tomó del brazo cariñosamente y lo invitó a que caminaran, hasta que Cipriano protestó: “No quiero andar ya más. Quiero sentarme.”
Fueron entonces a un café. Cipriano no quería aceptar el pan de sal ni el café con leche que Efrén le ofreció. “No te ofendas, Tachitas, déjame que me vaya.”
Efrén se opuso. Y mientras merendaban Cipriano le explicó muchas cosas. Lo cuenta así Efrén Hernández: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco, a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual...”
Lamentaba Efrén Hernández no haber podido ayudarle pero él tampoco podía, entre la gente, mucho más que Cipriano. También vivía caído. Nadie le habría hecho caso.
Algo después, en Revista de revistas, encontró el retrato de Cipriano y la mala noticia de su muerte, nacido en 1906 y fallecido en 1939, a la edad de treintaitrés años.
Una década más tarde, en el 52, cuando estuvo en mejor posición recogió Efrén Hernández para la revista América en un tomo la “obra completa” de Cipriano Campos Alatorre, que son seis cuentos y un fragmento de novela; y le agregó una nota, donde habla de sus encuentros con el personaje, y de cómo la sociedad literaria le dio la espalda a Cipriano en la hora dura. “Sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo.”

Septiembre 2004

martes, septiembre 14, 2004

"EL VÉRTIGO ME HIZO MÁRTIR"

Por cumplir obligaciones paternas, mucho tiempo he estado levantándome temprano. No es extraño que me encuentre en la calle a las seis de la mañana; a esa hora camino dos cuadras para llegar a la casa donde guardo el automóvil. Todavía está oscuro y, por lo mismo, debe uno tomar sus precauciones. Voy rápido y evito a los solitarios por temor a que me asalten; no obstante, el paisaje más común a esa hora es el del padre que acompaña a la hija recién ingresada a la preparatoria (adolescente espantadiza), porque las clases empiezan a las siete.
El otro día, al doblar la esquina hacia Mitla, vi a la distancia que caminaba por la acera un hombre que llevaba como gorro un pasamontañas, una chamarra de vaquero, de barba y bigotes crecidos a lo Robinson Crusoe. Calculé que llegaríamos al mismo tiempo frente a la casa a la que iba yo por mi coche. Para que esto no ocurriera aceleré el paso, metí la llave, abrí la puerta del garaje... y lo sentí caminar atrás de mí. Algo hizo que me volviera a observarlo y creí reconocer el rostro, visto entonces de perfil y alejándose.
Mientras sacaba el auto barajé nombres y caras. Pensé en quienes hace diez o quince años eran considerados jóvenes poetas y creí ubicarlo entre ellos. Recordé entonces un encuentro de escritores en Zacatecas, me parece, donde a la luz de la borrachera este personaje había recitado en una plaza y de memoria (junto con Marco Antonio Campos) el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Y, como si apareciera la ficha en el monitor de la computadora, surgieron en mi memoria los pocos datos que tengo suyos: que es de Monterrey y tiene un par de poemarios; que enamoró a Paz, precisamente, cuando se le apareció en la puerta de su departamento y se puso a citar largos versos de sus libros; que éste lo llevó a Vuelta, donde formó parte en un par de números del consejo editorial...
Ahora que escribo, puedo precisar que nació en 1969 y es autor de Nadar sabe mi llama (1986) y Tequila con calavera (1993); e incluso he hallado algunos de sus poemas. Estos versos vienen al caso: “Porque desde la firme rosa madre vengo cayendo, / como abeja en celo volaba vagabundo / hacia la soledad de un jardín más oscuro, / caí largo hasta que el vértigo me hizo mártir, / luego me perdió para siempre el infarto del amor”. En una reseña, Víctor Manuel Mendiola lamentó que no hubiera sido considerado en Prístina y última piedra: antología de poesía hispanoamericana presente (Aldus, 1999), de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras.
Esa madrugada enfilé con mi automóvil por Mitla y vi que el hombre se había detenido a descansar en la entrada de un edificio; era, obviamente, un vagabundo. Traía una mochila no grande y un periódico, objetos que en ese momento había dejado en el suelo. Frené, bajé la ventanilla, y le pregunté: “¿Eres Samuel?”
A esas horas, cuando la noche no se ha ido del todo y el día aún no comienza, los encuentros parecen irreales. Nos reconocimos. Me habló de una presentación literaria a la que había ido en la Casa del Escritor Refugiado y donde se encontró con los “amigos” (y pensé que debió haber aprovechado para ingresar ahí como “escritor refugiado”). Me pidió cincuenta pesos pero yo traía (no miento) la cartera vacía. Le apunté en un papel mi número telefónico y nos despedimos. Sentí la mano rasposa, era la mano de alguien que vive en la calle.
¿Cómo llegó a esa situación? He preguntado y se cuentan de él historias terribles. Por desgracia se peleó con todos y con todas. Acaso no convenga entrar en detalles que surgen de testimonios muy subjetivos, contados desde el punto de vista del que se sintió agredido o embaucado por él. Tampoco me distraigo al evitar su apellido, aunque el lector tiene suficiente información para adivinarlo o indagarlo. Importa el presente del poeta, que de las blancas hojas de la poesía al parecer descendió a la triste condición de quien no tiene casa ni cama donde pasar la noche ni, como diría Rubén Bonifaz Nuño, mujer en que caerse muerto.
¿Necesita ayuda? No lo sé. Se le veía tranquilo. Acaso ha ido construyendo esa soledad y la disfruta, aunque esta visión positiva suena tan ilusoria como la compasión a la que se podría llegar muy fácilmente. Fijémoslo así, como está ahora, vagando por las calles y con el estómago vacío, como personaje de Knut Hamsun; quizá de esa manera, por esa vía, llegue a una nueva iluminación, a un segundo nacimiento, y resurja como poeta. Ciérrese, pues, este retrato con un verso suyo quizá esperanzador: “Cuando desperté me llamaba el Sol”.

Septiembre 2004

martes, septiembre 07, 2004

EL BLUES DEL AUTOBÚS

Desde hace tiempo, los autobuses foráneos se convirtieron en salas cinematográficas móviles. Para confirmar la cronología del fenómeno habría que acudir a los especialistas, a los críticos de cine de autobús (si es que existen), aunque casi podría asegurarse que el fenómeno se expandió a finales de los ochenta, y fue de un modo más bien rústico: los monitores no estaban bien sujetos entre el techo y una de las paredes laterales, por lo que todo el tiempo vibraban; la calidad de la imagen era mala, pues se acudía al mercado pirata o a la copia casera en los formatos entonces en uso: BETA y VHS.
Dudo que los servicios de autotransportes y similares hayan contratado personal especializado para seleccionar y adquirir cintas y cuidar de su mantenimiento; y si se establecieron convenios culturales fue con los afanosos copiadores de Tepito. En cuanto a la instalación de las pantallas se hicieron las adaptaciones en los talleres y sin asesoría técnica especializada, bajo la vieja fórmula de la prueba y el error.
El viajero encontraba alargados espacios oscuros, como si se estuviera metiendo en un túnel del tiempo, y en cuanto a la experiencia cinematográfica se volvía cautivo de un azar ecléctico: la película podía ser mexicana o extranjera, de alto o bajo presupuesto, infantil o de adultos (con escenas violentas o explícitas, como se dice ahora, en lo sexual) y regularmente con un doblaje infame que hacía parecer a Charles Bronson como un comediante de la plaza Garibaldi (es decir, en ese caso lo mejoraba muchísimo). El soundtrack inundaba el autobús con estruendo; si se abría la cortina para escapar con la imaginación y ver algo del paisaje mexicano, de inmediato protestaba el respetable.
A veces, por las circunstancias del trayecto se lograba ver el 50 por ciento de una película. O una película y media. O dos filmes completos. Según las suertes del viaje. En algunos casos el autobús llegaba a la estación y los pasajeros permanecían sentados, pues se estaba en los minutos finales de una cinta de karatekas: el insensible conductor metido a cácaro apagaba entonces el reproductor y el programa fílmico quedaba trunco.
Esto era lo que sucedía diez años atrás. Ahora algunos autobuses ya ofrecen el servicio de los audífonos, con lo que el sonido de la cinta no debe ser obligatoriamente escuchado por todos; sorprende a veces encontrarse con sofisticadas pantallas planas que se despliegan cuando la función va a comenzar y se ocultan al término del viaje... Y se cambió de distribuidor: ya no Tepito and Company sino las empresas que se ocupan del comercio del llamado “séptimo arte” y que suele ser, como producto de industria, un séptimo u octavo aletargamiento.
Es decir, el desprecio al espectador continúa; y mas cuando se cuenta con un público cautivo. Circulan en los autobuses muchos filmes ni siquiera hollywoodenses: son realizados al margen de todo pero con los mismos esquemas simplistas de trama y actuación, con sosas historias de policías o soldados estadounidenses, por mencionar una constante. Estas cintas “baratas” son alternadas con otras de corrida comercial más afortunada, pero tan lamentables al fin como las otras.
No imagino los diálogos entre el distruibor y los funcionarios de una línea de autobuses a la hora de precisar los términos del acuerdo. ¿Qué tipo de cine se preferirá? Los primeros se aprovecharán para sacar de bodega lo que no ha funcionado; y los segundos aceptarán esto (¿quién les va a reclamar?), con la condición de que se incluyan algunas pocas películas con actores conocidos. Según los usos y costumbres, acaso los de la distribuidora darán a los funcionarios de la línea de autobuses una comisión por debajo del agua con tal de que dejen pasar lo peorcito de su acervo... Y el que sufre por estas decisiones es el viajante.
¿Por qué no hacerlo de otra manera? ¿Por qué no relacionarse con la embajada, francesa, por ejemplo, para hacer un tour de cine realmente viajero? ¿O una muestra cinematográfica paralela a la de noviembre en las carreteras del país? ¿O un ciclo permanente con buenas copias de obras de Luis Buñuel, Alejandro Galindo, Ismael Rodríguez y El Indio Fernández? ¿O exhibir en corridas especiales las sagas de El padrino, Alien, Matrix y El señor de los anillos? ¿Por qué Conaculta no forma una oficina encargada de dotar de buen cine a los autobuses de México? Si se hiciera algo así se estaría ante una revolución cultural sin precedentes, y se le agregaría un atractivo extra al placer de viajar (alentando, de paso, el turismo)... Pero, claro, lo sensible es desechado. Se aduce que el público no está listo para ello cuando quienes no lo están son los que nos gobiernan y nos administran, con una formación artística carlosabascaliana, es decir muy limitada.
Mientras tanto, los autobuses como salas de cine seguirán siendo templos rodantes dedicados al mal gusto.

Septiembre 2004

sábado, septiembre 04, 2004

LA ESTÉTICA DEL SOBRESALTO

Aunque se ha intentado, es difícil controlar los sueños. Lo hizo, a modo de experimento artístico, el romántico alemán Jean Paul Richter, según cuenta Albert Beguin en El alma romántica y el sueño: diseñaba Jean Paul un argumento ideal y hacía que el sueño se ajustara a lo previsto. Se planteaba, por ejemplo, volar. Y volaba.
Don Juan Matus le propone a Carlos Castaneda el siguiente ejercicio: que cuando sueñe, razone que está en el sueño e intente mirarse las palmas de las manos. Lograr hacerlo implica una irrupción de la conciencia en el inconsciente, una activación fugaz de esos “vasos comunicantes” que tanto entusiasmaban a Breton.
Por lo general debe uno resignarse cada noche a la puesta en escena que le corresponda, a esas perturbadoras y a veces hasta dolorosas ficciones que mezclan —sin una intervención directa del durmiente— recuerdos con extravagancias, rostros conocidos con personas que creemos ignorar, gente viva y gente muerta, y donde se suelen construir piezas de teatro aterradoras y perfectas. Lo expone así Góngora: “El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.
Una prueba de la efectividad de un sueño es el sobresalto. En Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, hay una poderosa secuencia onírica de Scottie (interpretado por James Stewart): éste ve, primero, a Gavin Elster con Carlota Valdés, en una de las ventanas del amplio salón en donde transcurrió el juicio posterior al supuesto suicidio de Madeleine; luego, en Misión Dolores, Scottie camina hacia la tumba de Carlota, que es una fosa abierta, y se deja caer; pero no se derrumba en el sepulcro sino va lentamente hacia el tejado de la Misión de San Juan Bautista, que es la última imagen que tiene de Madeleine, como si se estuviera arrojando en su lugar de la torre del campanario o como si muriera con ella. Sudoroso, Scottie despierta y mira con espanto hacia la cámara.
Me ha ocurrido por estos días que he tenido sueños literarios. En uno de ellos buscaba en el panteón de un convento la tumba del narrador uruguayo Felisberto Hernández (de quien, por cierto, la UNAM publicó hace poco Las Hortensias y otros cuentos, en la serie Confabuladores). Me habían dicho que el escritor estaba solitario en su tumba, y eso me inquietó. Quise comprobarlo. Acaso me pareciera inverosímil esa soledad última porque sé de la debilidad que tenía Felisberto Hernández por las señoras, y suponía que por lo menos una de ellas debía estar haciéndole compañía... pero le gustaban robustas, y tal vez se jugaba en el sueño con la idea de que en la tumba no habían podido introducir a nadie más por falta de espacio, porque él también era rechoncho. Pero me preocupaba, sobre todo, que no tuviera compañía.
Andaba, entonces, buscando la tumba de Felisberto Hernández en un cementerio parecidísimo al Pére Lachaise de París. Una monja me auxilió, pues yo no tenía idea de cómo estaba arreglada la losa ni dónde localizarla. La había visto, según el mismo sueño, en un documental. Ella me guió hacia otra sección. Entramos primero a un edificio, y luego me mostró una puerta muy estrecha, que era como la entrada a una gruta pero que daba a una zona iluminada y abierta. A través de una ventana veía a la gente que circulaba por ese otro apartado del panteón, y me preguntaba si todos habían pasado por esa puertecita. Al darme cuenta de la dificultad, forzaba y rompía la puerta, y creaba un acceso franco. Y demostraba con ello a la monja que podía ofrecer a los visitantes una entrada menos dificultosa.
Salíamos a unos jardines. Pensé que era una sección nueva, se veía todo muy moderno: el césped parejo, con jóvenes descansando en el mismo pasto o en bancas, como si estuvieran en un día de campo; y aquí y allá algunas placas oscuras con los datos de quienes ahí estaban enterrados, y creí ver el nombre de Felisberto Hernández y sus fechas de nacimiento y muerte... El sueño entonces se desvanece. Y despierto, extrañamente alterado.
Al intentar contar esto ahora, me viene a la mente algo que leí o escuché un par de años atrás cuando se homenajeó a Felisberto Hernández en el centenario de su nacimiento. Aunque absurda, la historia al parecer es cierta; la recuerdo de este modo: hubo una remodelación en el cementerio donde estaba enterrado, y colocaron decenas de restos mortales en cajas de madera, entre otros los del escritor. Alguien se encargó de la parte administrativa del trabajo. Recibía las cajas, las marcaba con una clave, y en una lista apuntaba los datos básicos del difunto. Por una gotera insistente algunas de esas hojas manuscritas se borraron... y varias cajas ya no pudieron ser identificadas. Luego se ordenó mandar éstas a una fosa común, donde descansa ahora Felisberto Hernández. No está solo, como temí en mi sueño, sino promiscuamente acompañado en su feliz orgía mortuoria, en su hipogeo comunitario.

Agosto 2004